Una rosa blanca

Hubo un tiempo en el que viví obsesionado por no caer mal a nadie, por ser siempre bien recibido, respetado y querido por todos o casi todos los que me rodeaban. Afortunadamente el tiempo, la experiencia y la cordura me hicieron abandonar esa obsesión, porque mi andar en este mundo ha sido sinónimo de desafortunados y continuos encuentros con la incomprensión hacia la actitudes y aptitudes de los humanos, extremadamente sensibles a la estulticia y la maldad gratuita.

Puede decirse que tengo mis dudas existenciales acerca de qué podemos considerar o no como bondad, qué es ser una persona buena y bondadosa, qué es hacer el bien, pero de una manera u otra, desde un punto de vista más o menos cierto, más o menos abstracto, mi querencia, natural o no, es al bien por una sencilla razón: el mal no me es atractivo.

A pesar de todo ello, soy un hombre, un ser humano, y por ende tengo taladrado en mis tuétanos la maldad y la crueldad propias de los bichos de nuestra especie. Cuando me aprietan, pues no soy asceta ni mártir, salto e incluso ataco, aunque bien es cierto que cuanto más tiempo pasa más retraso el inicio de la virulencia, o al menos lo intento.

Con todo ello, cuento con escasísimos enemigos, o al menos gente que me desprecia o siento hacia mí una animadversión confesa. Al menos que yo conozca, por supuesto, porque otra de las características propias del homo sapiens-sapiens; es la falsedad y la ocultación. No obstante, puedo poder afirmar que, si bien puede haber un buen puñado de personas que prefieren, por ejemplo, no irse conmigo de cañas, sólo hay unos pocos, contados con los dedos de una mano, que se cambiarían de acera al verme pasar, abrigando aviesas intenciones (y curiosamente son todos del género femenino, pero esa es otra historia).

Lo curioso del tema es que yo no albergo el mismo odio en lo más profundo de mi corazón. Dicen que soy demasiado bueno por pensar así. Yo más bien creo que soy demasiado capaz de procesar los motivos por los que me odian y relativizarlos, pensando en que, a buen seguro, esas personas cambiarían de parecer si nos sentáramos a hablar de nuestro problema civilizadamente mientras tomamos un café. De hecho es algo que ya me ha ocurrido en alguna ocasión, y ha resultado ser un éxito. Y más teniendo en cuenta que esas personas han tenido conmigo alguna relación que, cuanto menos, puede calificarse de estrecha amistad o camaradería. Lo cierto es que eso es prácticamente inviable en estos momentos, y no seré yo (ya dejé de pretenderlo, os lo aseguro; ya aprendí) el que exponga el cuello para que se lance sobre él la primera piedra. No, desde luego, hace ya tiempo que sé que eso es tan inútil como el arte. Podré vivir con ello.

El otro día una de esas personas coincidió conmigo en una tienda del barrio. Nuestras miradas apenas se cruzaron, y ambos esbozamos un levísimo «hola» antes de mirar para otro lado. Me vinieron a la cabeza sufrimientos, claros y notorios, del pasado, laceraciones gratuitas de encarnizado enemigo en batalla de alguien que se consideraba mi amigo. Y aún así no pude mirar con desprecio. No me sale. Detesto a los personajes que hieren a conciencia desde los púlpitos y foros catódicos, pero los de carne y hueso, los que conozco bien, no soy capaz de despreciarlos; será porque enredarlos en mi vida de ahora, en el presente, se me antoja tan lejano como el puto Desierto de Sonora. No sé, a lo mejor debería mirármelo. No se puede ser humano siendo tan benevolente. Debería tomar clases de hijoputez.

Sea, pues, entonces. Para ellos, mis enemigos íntimos, aquellos que me quieren ver lejos, traigo a la memoria, como ya hiciera mi querido y malogrado Garmendia, los versos de Martí:

Cultivo una rosa blanca,
En julio como en enero,
Para el amigo sincero
Que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo
Cardo ni oruga cultivo:
Cultivo la rosa blanca