Me enternecen las fotografías que acompañan este post. El cine representa, como ninguna otra disciplina artística, el tejido del que están hechos nuestros sueños, y estas fotos ilustran la enternecedora historia de una pareja de tiernos enamorados para los que, como ninguna otra pareja de la historia del arte, el mundo moderno y la censura fue su perdición. Y no sólo hablo del personaje que creara Burroughs, fascinante ya de por sí, y protagonista de toda una saga de obras magníficas de la literatura, el cómic, el cine e, incluso, el erotismo; sino de la historia de estos actores, de sus vicisitudes y de sus intensas biografías, fruto de un mundo que todavía la guerra no había emponzoñado y que aún vivían en una idílica edad de la inocencia.
La mayoría de mis post los suelo escribir consultando datos, bebiendo de muchas fuentes, pero ahora apenas me he limitado a «mangar» unas fotos de imdb, porque esta hermosa y también triste historia me la sé de memoria. Johnny (nunca John) Weissmuller, hijo de unos inmigrantes polacos, que vivió pronto la muerte de su padre, aprendió a nadar en el lago Michigan y fue seleccionado para la selección local de los YMCA (sí, los Young Men’s Christian Association que cantaran, con mucha sorna, los Willage People), para, después de ser entrenado por Bill Bachrach, convertirse en poco tiempo en recordman mundial y campeón olímpico (sólo una vez, porque en 1932 no le dejaron competir por haber hecho publicidad de bañadores; eran otros tiempo para el olimpismo). Por unas cosas u otras, la Metro Goldwyn Mayer se fijó en su espléndida figura y le ofreció hacer una peli en la que apenas tenía que hablar, y sólo dedicarse a matar bichos en la selva. Maureen O’Sullivan, por su parte, era una niña bien de Irlanda que hizo sus pinitos en Dublín, y que fue descubierta por el cazatalentos Frank Borzage quien, después de invitarla a Los Ángeles y darle pequeños papeles, le ofreció un prota en el que tenía que vestirse con apenas un taparrabos y saltar de liana en liana.
Las circunstancias hasta aquí dejan de tener importancia. Lo que realmente importa es que Johnny y Maureen perdieron su personalidad para convertirse en Tarzán y Jane. Y quizá no haya otros Tarzán y Jane. De Weissmuller puede ponerse en duda su talento como actor, pero no podía haber otro mejor Tarzán allá por 1932 (y si os digo que se barajaron nombre como Clark Gable fliparíais, pero afortunadamente los productores prefirieron a alguien desconocido). Su figura, a pesar de estar apenas tapada con un taparrabos, es imponente. A su lado, los actores, vestidos de cazadores, son alfeñiques que parecen niños. Insisto, no nos sirve su actuación como ejemplo para un método actoral, pero el trabajo gestual, la imponencia de sus músculos en lucha contra todo tipo de maquetas animadas y la planta subido a lomos de un elefante es ya un icono de nuestra cultura. Y no digamos nada de su grito, todo un acierto del ingeniero de sonido Douglas Shearer, quien tomó una llamada normal, la manipuló y la puso al revés, y la convirtió en todo un icono sonoro a escala planetaria.
Pero, ¿qué decir de Maureen? Con sinceridad, me parece una de las actrices más hermosas que haya dado la historia del cine. Dulce, amable, entrañable, brava y sexy, tampoco me puedo imaginar una Jane mejor. Cuando protagonizó la película tenía unos esplendorosos veinte años. Si os parece que exagero, ved, por favor, de nuevo la película, o incluso sólo el comienzo. Maureen está hermosísima, radiante, en la escena que está con su padre, y prepara el terreno para lo que se avecina en el filme. También puede decirse lo mismo de su primera secuela, Tarzán y su pareja; el resto es harina de otro costal. De esta segunda parte, por ejemplo, rescato otra escena en la que Maureen brilla en solitario, cuando, después de haber pasado un buen período de tiempo retozando con Tarzán en la jungla, los recién llegados exploradores le tientan con perfumes, adornos y vestidos vaporosos que Jane no duda en probarse, los cuales le recuerdan la coqueta y hermosa dama de ciudad que un día fue. Insisto, escenas que no tienen desperdicio.
El cualquier caso, ambos protagonizaron una de las historias más hermosas y tórridas que pudieran verse en el cine de la época (y mucho nos tememos que en el cine de cualquier época). Verles haraganear entre lianas y monos, zambullirse en un recóndito y solitario lago, o dejarse mecer por la brisa en una gruesa rama de árbol, ambos con sus hermosas figuras, acentuadas por un blanco y negro recientemente rescatado en unos impolutos DVD (que podéis adquirir, por cierto, por un módico precio, y que conste que no me llevo comisión) es una verdadera delicia para los ojos y los oídos. Pero es que, además, los juegos amorosos y los arrumacos rozan en ocasiones lo «políticamente incorrecto». Maureen está completamente desnuda en algunas escenas, como en la famosa del lago en la que puede perfectamente observarse su vello púbico; y no digo esto por ser un pervertido, por mucho que la visión de la O’Sullivan sea realmente perturbadora, sino porque me parece alucinante que esto pudiera verse en el cine en 1932 o 1934.
Pero mucho me temo que ésta y otras escenas pudieron verse en el cine porque precisamente era esta época. Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial el mundo vivió una etapa histórica fascinante donde la permisividad era bastante más natural de lo que incluso pueda serlo ahora, y no digamos nada en décadas posteriores, donde la censura ahogó y amargó la vida a miles de artistas que tuvieron que esquivar sus garras de manera constante. Y qué decir de la Gran Guerra, que partió en dos las esperanzas de toda una generación, y volvió el mundo mucho más gris de lo que nunca fue, hasta aquella nueva época dorada de la que os hablé en el post de Soñadores, y que se sitúa ya en los felices sesenta. La pareja protagonista de Tarzán y su compañera, en cualquier caso, tuvieron que dejar esa frescura y naturalidad aparcada muy pronto, porque esa censura vio pronto con ojos escrutadores sus correrías y metieron tijera; o mejor dicho sacaron aguja e hilo, puesto que entre las peculiares medidas que adoptaron se incluyó el alargar el tosco y parco vestido de Jane, amén de omitir escenas demasiado «íntimas» en la cabaña, ni por supuesto sensuales baños en lagos privados. Y como era de esperar tampoco vieron con buenos ojos que dos personajes que vivían en plena selva, semidesnudos, pudieran ser los progenitores «naturales» de un niño, por lo que decidieron que el hijo de ambos, Boy, fuese adoptado tras ser encontrado en la selva (del mismo modo que su padre). En definitiva, y como reza este post, los reyes de la selva eran pareja de hecho, y eso de tener niños debían dejarlo para el sacrosanto matrimonio. Ahora, me gustaría saber cómo se lo montaban para que una de esas mañanas, en las que aparecían tan sonrientes en la pantalla, no tuvieran una sorpresita de lo más natural, de las que tardan en venir nueve meses…
Bueno, pues el único personaje de la foto que abre el post que sigue entre nosotros es Chita, nuestro querido chimpancé, uno de los animales más entrañables que ha dado el cine. El bueno de Johnny se nos fue en 1984, después de años de decadente y penoso estado, después de haber hecho veinte filmes como el rey de los monos y creyéndose Tarzán en su demencia. Maureen vivió una larga existencia llena de éxitos cinematográficos, y se nos fue hace muy poco, en 1998, con 87 años de edad, y dejándonos a una hija que ha sido una de las actrices más controvertidas de las últimas décadas, Mia Farrow.
¿Y Chita? Chita vive un tranquilo retiro en Palm Springs, después de haber “protagonizado” doce películas de la saga, con unos espléndidos 74 años y con bastante buena salud, a pesar de la diabetes (podéis ver su página). Le encanta desayunar frutas y tomar refrescos sin azúcar, y muy de vez en cuando una hamburguesita en su burger favorito. En abril de 2001 recibió el diploma Guinness al chimpancé más longevo del mundo, y hace poco ha recibido el premio Calabuch que otorga el Festival de Peñíscola (su estado no le permitió viajar a España, pero le entregaron su premio especial en reconocimiento a sus méritos artísticos en su casa de Los Ángeles). Un premio, por cierto, que ya recibieron otros ilustres vejestorios, como Charles Heston, Bo Dereck o Bud Spencer. Cheeta, como se le conoce en el mundo anglosajón, es realmente un macho, pero su pronunciación hizo que su nombre (y su sexo) se convirtiera en femenino para el mundo hispano. En fin, puede decirse con toda rotundidad que el último mito vivo del cine es… un chimpancé.
Lo único que me preocupa es el mal rollo que da el cuidador, Dan Westfall. Me recuerda al tipo que acompañaba a Henry en Henry, retrato de un asesino. Pero parece que no se llevan mal; al fin y al cabo, este personaje se dedica, a sus 62 años, por completo a cuidarle, a él y a otros ilustres primates del mundo del espectáculo. ¡Hay que ver las cosas en las que trabaja la gente!
En fin, esta es la historia de este trío tan entrañable. Siempre habrá un momento para volver a disfrutar de sus peripecias desde el sofá de tu casa.
[Para terminar, una curiosidad: lo mismo que nunca se dice en Casablanca «Tócala otra vez, Sam», en las pelis de Tarzán tampoco se dice nunca «Yo Tarzán, tu Jane»; lo máximo que llega a repetir el rey de los monos es «yo», «tú», «Tarzán», “comida” o «hambre». Y “ancagua”, por supuesto.]