Stormy weather

Me fascinan las tormentas.

El cielo se enrabieta, y parece como que los dioses juegan a ver quién es el más bruto.

La física y la química juegan al quimicefa con nosotros, y el desgarro de las nubes suena a música celestial desde aquí abajo.

El olor a tierra mojada (a ozono, dicen), el estruendo, la lluvia supina, el rasgarse el cielo de punta a cabo, la intensidad del relámpago, el bochorno cortado de raíz por un agua inmisericorde, brutal, espúrea por su momentaneidad. Toda la fuerza de la naturaleza se concentra en un intenso momento, y no hay mejor sensación que sentirse limpio por unos instantes, con la fuerza de la tormenta repiqueteando en tus sienes.

Pero dejemos que sea Billie quien nos lo cuente… La gran Billie, la lady of Harlem, la estrella más rutilante del universo del jazz, la dama que canta el blues con el tuétano, el estómago, las vísceras, el esfínter. La más grande, la única.

«Don’t know why
There’s no sun up in the sky
Stormy weather
Since my gal and I ain’t together
Keeps raining all the time
Life is bare
Gloom and misery everywhere
Stormy weather
Just can’t get my poor old self together
I’m weary all the time
Every time
So weary all of the time
When she went away
The blues walked in and then they met me
If she stays away
That old rocking chair’s bound to get me
All I do is pray
The lord above will let me
Just walk in that sun again
Can’t go on
Everything I had is gone
Stormy Weather
Since my gal and I ain’t together
Keeps raining all the time
Keeps raining all of the time.»

Cómo está el patio

No deberíamos leer la prensa…

Las altas esferas empiezan a removerse en sus sillones con un tema tan peliagudo e incómodo como el de ETA. Si queremos hacer como en el Ulster (aunque nunca seremos como el Ulster) debemos hacer concesiones. Y eso es para muchos imposible. Víctimas, verdugos, políticos y ciudadanos de a pie tendrán que hablar, y mucho, a partir de ahora. Pero espero que todos se den cuenta de que es mejor hablar que escuchar las detonaciones.

Uribe se ha proclamado de nuevo vencedor en las elecciones colombianas. La izquierda ha dicho que, después de la victoria aplastante de Uribe, y con unos magníficos resultados electorales, se dedicará a hacer oposición. La situación sigue siendo demasiado complicada, pero queremos que la violencia también se erradique definitivamente de toda América (aunque miramos de reojo al norte, a otras formas de violencia auspiciadas por cierto Gobierno, y seguimos echándonos a temblar; y no debemos doblar el mapa, y mirar hacia Kabul, porque allí sí que pueden verse las miserias que es capaz de crear el primer mundo, por mucho arrepentimiento que dicen que haya).

Los Legionarios de Cristo y la pederastia monacal están en la palestra, en todos los rotativos. A un ex alumno de colegio de curas, al que afortunadamente no le pasaron nunca este tipo de cosas, le dan sudores pensando en que haya hijos de puta sueltos que se aprovechen de su dinero, su poder o, en este caso, su sotana para vejar a alguien, más aún cuando es menor de edad. Veamos si Benedicto es tan implacable como dice contra ellos, pero el escepticismo es un rasgo que acompaña a los treinta y muchos…

Mientras, la prensa del corazón trabaja a marchas forzadas haciendo especiales sobre la figura de Rocío Jurado. Los planeos de los buitres por encima de su casa en La Moraleja pueden verse desde lejos. Nosotros miramos perplejos, entre apenados por el sufrimiento ajeno y asombrados por la repercusión que todo esto está teniendo. Cuesta acostumbrarse a este tipo de revuelos y planeos, pero también piensas en que algo debe de haber por detrás de las vidas de aquellos a los que no les tiembla la mano cuando firman exclusivas, y que su peor momento, el tránsito a la Laguna Estigia, debe ser firmado a todo color. C’est la vie.

Manifestaciones por una vivienda digna, Almodóvar que no es tan Dios como parecía en Francia (enhorabuena al elenco femenino, por supuesto, porque están magníficas y se merecen el premio colectivo), Alonso empieza a aburrir en su papel de número uno (me recuerda a lo que pasaba con Induráin, que nos acostumbró demasiado a ser siempre el primero, hasta aquellas patéticas imágenes finales) y en sus ademanes infantiles, Nadal se convierte en nuestro ídolo más querido (aunque para querido y admirado Federer, que ese sí que sabe estar), pero todos nos rasgamos las vestiduras por las vidas rotas del ciclismo. Deporte y espectáculos, en su sección habitual de los periódicos.

Y no por ello dejamos de mirar a Indonesia con el rabillo del ojo. La miseria, cuanto más lejos mejor; y cuando un terremoto devastador asola una región y deja más de 3.000 muertos, no te quiero ni contar. Claro, es lo que tiene el tercer mundo, que como son tantos y viven tan juntos mueren como chinches. [Hay momentos en los que a uno se le atraganta ser un tranquilo y quejoso hombre occidental.]

Mientras, no paran de seguir viniendo cayucos en los que los indocumentados subsaharianos se juegan la vida para un sueño que a buen seguro se les va a frustrar. Claro, que pasear por cualquier calle de Europa es un lujo, comparado con cómo están las cosas detrás del desierto. Esto sigue siendo una vergüenza para el mundo civilizado, y estamos hartos de actitudes xenófobas.

Pero nada importa. Nada es importante. Todo es de color de rosa. Los madrileños tenemos la gran suerte de la vuelta a la pequeña pantalla de uno de nuestros programas favoritos de esa televisión tan nuestra, nuestro querido Telemadrid: ¡FUROR! Cuando uno se pone a ver ese programa las cosas adquieren sentido, son más fáciles de entender, el mundo se transforma en un camino lustroso, hecho de bellas piedras de colores…

Hay que ver cómo está el patio. Será mejor seguir con el arte y esas cosas, que la realidad da vértigo.

Un sueño preilustrado al este de Madrid: Nuevo Baztán

A veces te topas con que alguna población cercana a tu ciudad tiene un curioso pasado, muy curioso. No es la única historia parecida en un siglo XVIII muy proclive a ellas (conozco casos parecidos en Extremadura y Andalucía, tanto en ese siglo como en épocas posteriores), pero normalmente la aparición de una nueva ciudad tenía como único fin albergar a los trabajadores que iban a explotar los alrededores, pero nunca con esta monumentalidad.

Todo se lo debemos a un personaje peculiar, un tipo que se equivocó de época e intentó llevar a cabo un proyecto demasiado ambicioso para una España en plena crisis de cambio de monarquía. Juan de Goyeneche y Gastón fue un navarro de buena familia que llegó a ser administrador de Carlos II, consejero de tres reinas y de milicias, editor de la Gaceta de Madrid (un antecedente del BOE), armador, industrial, por supuesto comerciante y en sus ratos libres historiador. Un tipo como él no veía con buenos ojos la apatía industrial de los primeros años del siglo, y dado su apoyo en la Guerra de Sucesión a la monarquía entrante, consiguió algunos privilegios de la nueva Corte que hicieron que se convirtiera en un influyente financiero. Se hizo con varios asientos para el abastecimiento del ejército y otras prebendas que le llevaron a emular a su admirado Jean-Baptiste Colbert, un estadista galo del que se declaraba entusiasta seguidor.

Al calamitoso estado de la industria española se unía una desfavorable balanza de pagos. Es decir, se importaba demasiado y se exportaba demasiado poco. Así que el bueno de Goyeneche decidió invertir una considerable cantidad de dinero y esfuerzo en levantar sobre unos campos yermos al sur de Alcalá de Henares nada menos que una urbe fabril en la que el admirado escultor y arquitecto José Benito Churriguera (sí, hombre, el del estilo churrigueresco) invirtiese todo su buen hacer creador para idear el que fuera su proyecto más ambicioso.

En 1709 se iniciaron las obras, que duraron cuatro años. Primero se hizo la fábrica de paños de la vecina Olmeda de la Cebolla (hoy Olmeda de las Fuentes), y luego el poblado de Nuevo Baztán, en el que se incluyó una iglesia, un palacio, viviendas para administradores de la hacienda y obreros, una fábrica, oficinas y un horno para la industria de vidrio. En la nueva ciudad llegaron a vivir medio millar de personas, se instalaron maestros llegados de Italia, se explotaron un gran número de campos de los alrededores con olivos y viñedos, y se creó toda una maquinaria fabril que pretendía ser modélica en la España borbónica. En palabras del arzobispo de Toledo en 1722:

«[…] Don Juan de Goyeneche, Señor de la Villa de Olmeda de este Arzobispado, ha fundado a sus propias expensas un Lugar en un despoblado en el término y jurisdicción de la referida Villa de Olmeda, llamado Nuevo Baztán, que tendrá ochenta casas, y más de quinientas personas, donde ha puesto fábricas de Cristales, Sombreros, Pieles y Telares de seda y lana, conduciendo Maestros Estrangeros, que enseñen a los Naturales, con notable utilidad de aquella tierra, y con crecidas expensas suyas, plantando en sus cercanías Olivas y Viñas, y haziendo frustuoso el campo, que antes era inútil

Nuevo Baztán se convirtió en un ejemplo de concepción muy temprano de lo que serían las ideas urbanísticas ilustradas. La arquitectura es muy sobria, y recuerda al estilo herreriano. La traza general es geométrica, con plazas y manzanas regulares, y con un sentido bastante clasista (propio de la época), en el que las mejores familias (los administradores) tenían acceso directo a la parte más bonita de la población, la Plaza de la Iglesia (por la que pasa demasiado cerca la carretera, pero me imagino que sería el trazado del antiguo camino), y tenían mejores edificios, mientras que «la plebe» se arremolinaba alrededor. El conjunto tiene otras dos plazas, la del Comercio (llamado de El Secreto) y la de Fiestas, curiosas como todas en su concepción. Goyeneche y Churriguera, muy «ilustradamente», pensaron en el pueblo, para el que construyeron una plaza donde poder colocar cómodamente sus mercaderías y tener acceso al camino que conducía a Olmeda; y una plaza con graderíos donde pudieran darse espectáculos, como corridas de toros, para que estuvieran todos contentos.

En fin, allá me fui ayer, con mi moto (es curioso; se tardaba en llegar antiguamente media jornada de camino, y yo me planté en algo más de media hora). La impresión es rara. Como dice Andrés Campos en excursionesysenderismo, nos encontramos con un extraño pueblo cuadriculado, muy antiguo y a la vez muy moderno, dónde precisamente las piedras nobles están más ajadas que las casas de alrededor, en las que hoy vive la población de esta curiosa ciudad, que tiene más de maravillosa maqueta que de villa histórica. Algunas partes están en franco deterioro (sobre todo la Plaza de Fiestas), pero parece que se está actuando sobre todo el conjunto. Un paseo por el Centro de Interpretación nos puede dar una idea muy buena de la historia del pueblo, pero acrecienta aún más la impresión de que estamos antes una enorme maqueta de algo que desapareció, por desgracia, hace demasiado tiempo.


Precisamente, la historia no fue muy benevolente con Goyeneche. Su fábrica de cristal, en la que más ilusión había puesto, sólo duró ocho años. Llegó a ser incluso proveedor de la Corona, pero la competencia era demasiado fuerte. De las demás, las cosas no funcionaron demasiado bien, e incluso la gente comenzó a abandonar el pueblo. Eugenio Larruga en Memorias políticas y económicas sobre los frutos, comercio, fábricas y minas de España (1791), comentaba:

«Bien fuese por el descrédito en que se hallaban aquellas fábricas, bien por haberse olvidado su buena calidad, bien por haberse establecido otras, bien porque los naturales, que tenían medios, se inclinaban más al uso de géneros extranjeros, ó por otros motivos […] se deterioraron tanto, que […] ya no se mantenían en 1759 sino seis telares de paño, ocho de medias, dos batanes y la fábrica de sombreros«.

Goyeneche, viudo, vio el comienzo del declive, amargo trago que le acompañó hasta su muerte en 1735. Su hijo Francisco se hizo cargo de las fábricas, pero murió pronto, en 1748. Su hermano Francisco Miguel intentó reactivar la actividad, y en eso estuvo hasta que falleció en 1762. En 1767 cesaron las exenciones fiscales, y comenzó el lento deterioro de todo el conjunto, que acabó definitivamente en 1778, cuando cerraron las fábricas de sombreros, papel y aguardiente.

Un sueño que duró casi ochenta años, y que fue ejemplo para las futuras reales fábricas, que tanta importancia tuvieron. Hoy día nos queda la población y el fabuloso legado arquitectónico, y una sensación agridulce de estar contemplando algo que arrancó en mal momento, pero que se merecía haber sido algo mucho más hermoso y duradero. Sobre todo cuando, ironías del destino, muy cerca se extiende una enorme masa de casas unifamiliares (Eurovillas) que han tenido más éxito en su conquista del terreno de lo que nunca tuvieron los planes churriguerescos…

[Tenéis fotos de Nuevo Baztán en mi página habitual.]

Pequeñas e inconfesables cosas

Todos tenemos nuestros pequeños e inconfesables secretos, escondidos entre los recovecos de un armario, la ropa de los cajones o las carpetas de nuestro ordenador. Guardamos fotos prohibidas, cartas que no deben leerse, documentos comprometedores o vestigios de otros tiempos en forma de objetos que si los dueños supieran que los tenemos nos odiarían eternamente.

Cuando éramos adolescentes era de nuestros padres o de nuestros hermanos de quienes debíamos cuidarnos. Con el paso del tiempo esto ocurre incluso en la propia pareja, porque hay cosas que él / ella no deben ver. No vaya a ser que se piense algo raro. Al fin y al cabo, ¿por qué tiene que ver esas cosas que antes compartía con otros amantes y que ahora no deben inmiscuirse en nuestro pequeño mundo? Es como una infantil forma de marcar el territorio, de mear en los árboles o rasgar su corteza.

Dobles fondos, disimuladas carpetas, archivos con nombres en clave, diarios con forma de bloc de notas, fotos perdidas entre muchas fotos. Poemas de amor, confesiones en una cinta de casette, grabaciones en vídeo debidamente disimuladas con el resto de tu videoteca, mensajes en el móvil comprometedores y que nunca te atreves a borrar, pequeños trozos de papel con información privilegiada (como un número de teléfono) que no quieres destruir por si acaso.

Muchas veces aquellas cosas inconfesables causan risa, cuando no ternura con el paso del tiempo. Esas fotos en las que apareces besándote con un antiguo amor y que por nada del mundo querrías que las viera tu pareja, u objetos de lo más absurdos (qué sé yo, un pequeño lazo de ropa interior, un mechón de pelos o una dedicatoria de un libro) se convierten en tiernas ñoñerías cuando todo se ha roto, y te ríes pensando en lo grave que podría haber sido si se hubieran encontrado y lo absurdas que parecen ahora, inermes en la palma de tu mano.

Yo soy un irredento basurillas que guardo cosas insospechadas. A veces pienso que si desapareciéramos, si muriéramos, nos fuéramos al otro extremo del mundo dejando todo, perdiéramos la chaveta…, ¿qué dirían los que encuentren esas pequeñas cosas? ¿Quién sería quien rompiera los cerrojos, saltara las protecciones de nuestro ordenador, rastreara entre los mensajes, husmease entre los cajones o levantara esa tapa que no se debía levantar? ¿Qué cara pondrá? ¿Con qué avidez devorará los tiernos chuletones de secretos que se asomarán por todos los rincones del que fuera tu espacio secreto?

A mí me gustaría que ese personaje anónimo entrara y dijera… ¡caray, mira éste, qué bien se lo pasaba!

[Dibujo por Esmeralda.]

Oye… ¿y si nos cogemos el coche y nos damos una vuelta por la Riviera?

Seas mitómano o no, y hagas o no honor a la celebración de mañana, todos tenemos nuestros propios iconos cinematográficos, musicales o literarios. En mi caso, como habréis podido comprobar (si os habéis atrevido) en estas páginas, tengo los míos propios, cada vez más afianzados en mi subconsciente, cada vez más arraigados en mi existencia, síntoma de muchas cosas: de que voy cumpliendo años, de que vivo solo y de que ya no salgo tanto como antes. Es decir, soy carne de librería, fonoteca, videoteca y mulas de diversa índole, pero sobre todo soy un puñetero soñador que aprovecha cada resquicio de libertad artística para colarse y dejar volar su imaginación en busca de universos más amables y menos ponzoñosos que el que nos rodea (sin acritud ni genuflexiones al pesimismo más gratuito).

Y si digo todo esto no es, evidentemente, por el trasfondo de la película que os voy a recordar, pues realmente es un retrato bastante duro del deterioro de la relación de pareja con el paso del tiempo (algo que, quien más quien menos, al menos el que suscribe, sabe lo que puede suponer); sino porque pertenece ya también a esa colección de imágenes que acompañan mi imaginación a poco que la ejercite. Dos en la carretera (1967), de Stanley Donen es una de esas películas que puede clasificarse de inolvidable, en parte por su magnífico guion, en parte por la intachable actuación de sus protagonistas, en parte por la (relativa) originalidad de su planteamiento en forma de roadmovie y en parte, al fin, por su carácter rotundamente nostálgico. Pero también porque, ¡cómo no mencionarlo!, la pareja protagonista es la que es. Dejo a los / las fans de Albert Finney que se explayen a gusto, pero ya me extrañaba a mí que todavía no hubiera salido el nombre de la más grande, la mejor, la más bella: mi querida Audrey. Sé que la he mencionado, pero no me he extendido lo que debía; ni tampoco lo voy a hacer ahora, pero su belleza y su legendaria elegancia sí que son, en sí mismas, un mito único de la cultura occidental; sobre todo porque no tiene nada que ver con un icono sexual (como le ocurre a Natalie Portman hoy día, cuya belleza no tiene nada que ver con el título de «la más sexy del año», por mucho que se empeñen en ello sus representantes, ni por muchos Closer que protagonice). Y en cuanto a su labor actoral, para mí es una de las grandes actrices de los cincuenta y sesenta, que ya es mucho decir. Y yo ya lo he dicho.

Precisamente, el carácter nostálgico que está presente en la peli hace que, cuando la trama va derivando hacia terrenos escabrosos en la relación de la pareja protagonista, sus imágenes se convierten en verdaderos iconos de la historia del cine. Las maravillosas escenas que relatan los primeros viajes de la pareja (los más románticos, los más tiernos, los más frescos) se convierten también en nostálgicas para el propio espectador, que ha seguido (y se ha comido, constantemente, porque la película es un continuo ir y venir en el tiempo) los problemas que aparecen entre ellos, y ve con fastidio (y con patente y abrumadora certeza de su similitud con la realidad) que nunca es más cierto aquello de «cualquier tiempo pasado fue mejor», incluidas infidelidades y miradas hacia otro lado.

En la película tienen un decidido protagonismo los diálogos de la pareja. Casi puede decirse que en eso se basa exclusivamente. En ellos caben todos los sentimientos, desde el amor, la ternura, el deseo, las esperanzas; pasando por los reproches, las discusiones; hasta llegar a arrepentimientos y demás estadios propios de eso que llaman matrimonio. Ambos personajes son inteligentes, procaces, brillantes, locuaces y, llegado el caso, incisivos e hirientes. Hacen de sus sentimientos hacia ellos mismos como pareja una constante en sus vidas, y sacrifican su cacareada independencia en aras de un proyecto en común que, lo mismo hace aguas como se afianza en extraños retruécanos afectivos que en muchas ocasiones agotan su paciencia.

Yo no sé vosotros, pero me dan temblores al pensar en todo ello. Según avanza la película, me veo a mí mismo retratado tanto en esos momentos de absoluta felicidad como en los momentos de tremenda estulticia. Suena pretencioso, si queréis, pero todas esas situaciones me son conocidas, me las sé, y no por ser más listo que el guionista, sino porque es en esos momentos cuando compruebas cómo toma fuerza aquello de lo que os hablaba más arriba, de que las relaciones siempre miran al pasado y tienen fecha de caducidad, y rebasarla tiene funestas consecuencias. Pero nunca nos resistimos a admitirlo hasta que cogemos el amor de la nevera y vemos que ya está florecido, repleto de hongos y demás habitantes pustulentos que antes no estaban y que han salido de la nada. Sabes que algunos han tenido más suerte, y han cogido yogures de los de Pascual, que no necesitan guardarse en nevera y aguantan más que las pilas duracel, pero o tú no has tenido suerte con el pasillo del supermercado o simplemente no te gustan los sucedáneos.

Al margen de otras consideraciones, Dos en la carretera es también una maravillosa colección de coches, ropas, peinados y costumbres de la época. En los coches, en concreto, aparecen maravillosos (e incómodos) modelos MG, imponentes rancheras, deportivos imposibles en los que parece que no puede caber un adulto sentado, y modelos de Mercedes de finales de los sesenta que quitan el sentío. Todo, eso sí, con un toque chic sesentero que tira para atrás, y que haría las delicias de más de una (y de un) trendy que conozco. En especial, no os perdáis el modelito galáctico que la buena de Audrey lleva en una ocasión, perfectamente sacado de un concierto de Aviador Dro y sus Obreros Especializados. Impagable.

Venga, vale, Audrey. ¡No se puede estar más guapa! Ni más flacucha. Te pasas la película admirando, relamiendo la pantalla con sus miradas, gestos, muecas, bromas, tontadas, gestos serios y demás gestualidad facial; y el resto preocupándote por lo flaca que está (la pobre, que se nos fue en 1993 por un mal cáncer). Está deliciosa, encantadora, fuerte y frágil, decidida y alienada, luchadora y resignada (las continuas reivindicaciones feministas me temo que se quedaron en agua de borrajas en la época, por mucha minifalda que hubiera).

Es una absoluta delicia repasar esta peli, revisitarla, saborearla. Y si no la habéis visto todavía, sobre todo por vuestra insultante juventud… ¡os envidio! Sentaos, y una vez que pasen los primeros tres minutos para que os habituéis al decorado kitsch, a los golpes de cámara propios de la época y los disparatados a veces cambios de rasante en la línea del tiempo (los llaman flashbacks, ¿no?), vais a disfrutar como nunca.

Palabra de mitómano.

Una última cosa. Por si fuera poco, la cinta también incluye la participación, breve pero muy intensa, de una jovencísima Jacqueline Bisset. Heterosexuales masculinos, o féminas homosexuales, si queréis alimentar vuestra mitomanía con carnaza sesentera… ¡tomad tres tazas!

Polidori dixit.

El feo seductor

De un tiempo a esta parte me topo a menudo con la figura del dios de la provocación, la procacidad y la decadencia. Un parisino, muerto ya hace más de quince años, al que por supuesto no conocí, y del que todas las referencias que de él tengo me han ido llegando con cuentagotas a lo largo de mi vida de curioso descubridor de sensaciones sonoro-fílmicas. Su nombre (muchos ya lo habrán adivinado), Lucien Ginzberg, mundialmente conocido como Serge Gainsbourg. Un tipo que, en 1986, en plena decadencia cirrótica y cancerígena, protagonizó un legendario incidente con una tierna y relamida Whitney Houston de tan sólo veintitrés añitos en la televisión francesa en el que, jugando con la «traducción simultánea», le espetó al presentador un rotundo «I want to fuck her» en directo, antes el asombro (y el descojone) del personal. Podéis rescatar el episodio gracias al bendito youtube.

Gainsbourg, sinónimo de fealdad y seducción a manos llenas. Un hombre del que todos sabemos que su pose ante la vida era una pura fachada, y del que dimos por buena la afirmación de que fealdad y talento para sacar provecho de ésta a veces se convierten en un binomio exitoso. Tremendamente exitoso en su caso. Músico, compositor y actor, un descendiente de emigrantes judíos que comenzó su carrera como pianista en un cabaret, todos le imaginamos con una azarosa vida de crápula paseando por las aceras de Montmartre con un cigarrillo en la boca y las manos en los bolsillos. De una forma o de otra, sus composiciones fueron un ciclón que se desató en los comienzos de la feliz década de los sesenta, y que a buen seguro en la ciudad del Sena fue aún más feliz (¿cuántas veces os he remitido ya a mi post de Soñadores?). En poco tiempo, el feucho compositor se hizo acreedor de una larga lista de famosas cantantes que interpretaban sus composiciones cuyos nombres eran, por ejemplo, Petula Clark, Juliette Greco, Dionne Warwick o la mismísima Brigitte Bardot.

¿Brigitte Bardot? ¿BB? La gran Bardot. ¿Y que hacía con un tipejo tan feo como éste? Pues ser su amante y su musa. La primera de una larga lista de irredento seductor. Juntos interpretaron algunos temas que se hicieron muy célebres, como «Bonnie and Clyde», «Harley Davidson» o «Comic Strip», los cuales fueron verdaderos himnos de exaltación de los iconos de la incipiente cultura pop. Su relación con BB fue corta pero muy intensa. Para ella era la archifamosa puerta grande de la fama mundial de Gainsbourg, la inenarrable «Je t’aime… moi non plus», grabada en 1969; pero la Bardot se rajó y no se atrevió a interpretarla. Y entonces apareció en escena una jovencita de veinte años (os recuerdo que Serge tenía ya cuarenta y uno) que no sólo se atrevió con la canción y los celebérrimos gemidos, sino que se convirtió en la sombra libidinosa y sugerente del cantante: Jane Birkin. Como os podéis imaginar, la relación se convirtió en un escándalo de dimensiones interplanetarias, pero para los mitómanos se escribió una nueva página en el capítulo de grandes momentos de la sugestión.

De Gainsbourg se ha escrito mucho y se ha especulado más aún. Él mismo habló con frecuencia de sí mismo y de su posición ante la existencia. «No soy apasionado. No soy generoso. Soy una esponja que nunca suelta el agua que absorbe. No soy buena persona. Me coloco una máscara de cinismo que ya no me puedo quitar. […] Me hice cínico para protegerme de mi fealdad, de los que atacaban mi candor y mi fealdad«. Sea como fuere, un misógino declarado se llevó a sus sábanas a la Bardot, a la Birkin y nada menos que a Catherine Denueve. Su fealdad se convirtió en su mejor y letal arma de seducción. Así nació el trinomio existencial que acompañó siempre su vida: whisky, tabaco y mujeres. Y un cuarto ingrediente: el escándalo, sublimado en la quema de un billete de 500 francos ante las cámaras de televisión, o un dúo grabado con su propia hija, Charlotte, que llevó por título «Lemon incest».

Su música y su propia figura se convirtieron en pura controversia, tan vilipendiadas como veneradas. Mientras adoptaba esa pose en público, en sus discos (sobre todo el oscuro Histoire de Melody Nelson) cantaba a las drogas, la depresión, el suicidio, la misantropía y otros símbolos alienantes de la cultura moderna. Mientras, se sumergía en una suicida espiral sin retorno de borracheras y centenares de cigarrillos. El primer ataque al corazón le sobrevino en 1973, pero nunca se lo tomó en serio, ni a él mismo ni a su salud; cuando apareció en público después de dicho ataque, dijo «he tenido una crisis cardíaca; esto demuestra que tengo corazón«. De ahí en adelante su rebeldía se tradujo en un constante no hacer caso a los médicos, que le prohibieron el alcohol y otros excesos. Él se aferró a su cajetilla de Gitanes mientras sujetaba con la otra mano un micrófono cada vez más tembloroso. Su aspecto era cada vez más sucio y desarreglado, y siempre aparecía sudoroso. Bardot dijo de él que «se convirtió en un Quasimodo conmovedor o repugnante, según nuestros estados de ánimo. En el fondo de ese ser frágil, tímido y agresivo se esconde el alma de un poeta frustrado de ternura, verdad e integridad«.

Hace no mucho se editó un doble DVD, titulado Monsieur Gainsbourg revisited, con vídeos, entrevistas y actuaciones de Gainsbourg, amén de un disco de versiones en el que participan, entre otros, además de la mítica Jane Birkin, Carla Bruni, Franz Ferdinand, Cat Power, Portishead, Placebo, Michael Stripe o Tricky. Una ocasión única para acercarse a la abigarrada vida de este exhibicionista, alcohólico, provocador, mujeriego y loco genio del país vecino.

La edad de la inocencia

A menudo ocurre lo mismo. La pantalla, de madrugada, dispara, en esos canales que todos conocemos, imágenes en las que se ofrece sexo gratis, sexo en grupos, sexo por teléfono, sexo por webcam, sexo con desconocidos, sexo anal, sexo vaginal, sexo oral, sexo escatológico, sexo morboso, sexo duro, sexo suave, sexo extraterrestre…

Hay una presencia continua de escenas de cama, más o menos afortunadas en su concepción artística, en películas, series, programas de tele, revistas y demás medios. Vemos incluso de vez en cuando (aunque a veces no sea nuestro primera opción, pero ahora sólo tienes que hacer zapping) alguna película porno que, mira tú por dónde, a pesar de lo trilladas que están, siempre te sorprenden. Y no por su aspecto libidinoso, sino por la imaginación de los guionistas y las inverosímiles formas de follar y hacer todo tipo de guarrerías (y que me perdone la Berdún por esta afirmación, pues comparto con ella el axioma de que en la cama, si produce placer y no hace –demasiado- daño, todo vale).

Cuando follamos (cada uno con su frecuencia), tenemos presentes esas imágenes y hacemos eso, follar. Sé que esta afirmación es un poco gratuita, pero no podemos evitarlo. Llevamos viendo esas escenas desde que éramos pequeños, a escondidas de nuestros padres, o con la aquiescencia de nuestra condición de adultos, y nuestro inconsciente tiene bien aprendido qué debe hacer porque lo ha visto miles de veces.

Dejadme que hoy rompa una lanza por la torpeza, la ingenuidad de nuestros primeros pasos en el sexo. Suelo pasar a menudo por una calle de mi barrio que ha cambiado mucho desde que yo era un adolescente. Unos edificios nuevos jalonan ambas aceras, pero en aquellos tiempos dos largas tapias de ladrillo bastante ajadas por el tiempo (que si mal no recuerdo correspondía con edificios de la Renfe, o algo parecido) y escasamente iluminadas eran el lugar perfecto para apurar los últimos instantes de un primerizo y cándido amor de pubertad.

Recuerdo cómo sabían aquellos besos eternos, el rubor que nos producía el estar haciendo cosas prohibidas, la candidez de nuestras caricias, el tacto de aquella piel de terciopelo cuando mi mano se atrevía a adentrarse por debajo de la blusa y subir muy despacio por la línea del estómago, hasta aquellos pechos tiernos, suaves hasta el extremo. Éramos capaces de estar horas y horas acariciándonos, y hasta que poco a poco apareció el sexo “completo”, nos convertimos en expertos de los prolegómenos, devorando el tiempo a base de eternas caricias.

Luego vendrían más cosas, muchas más. El despertar sexual fue un largo camino que he recorrido acompañado de las mujeres (ningún hombre, esa es la verdad) que han pasado por mi vida, por mi cama o por algunos insospechados escenarios, mujeres todas que ocupan un lugar en mi corazón. El sexo es quizá una de las mejores cosas que este, a menudo, triste mundo nos puede ofrecer, y aunque, como os diga, tenga muy presente a todas y cada una de las mujeres a las que he amado, no hay nada que recuerde con más claridad y con más deleite que aquellos pechos adolescentes que mi mano acariciaba temblorosa.

Perdonadme este post nostálgico y trasnochado. A veces desboco mis dedos en el teclado, y me salen estos textos estentóreos y confidentes. Pero claro, podéis comprender que no tengo más remedio que terminar de nuevo un post con este brindis:

¡Por la cándida adolescencia!

¿Quién dijo que esto iba a ser fácil?

Crearse expectativas. Ilusionarse por algo que es difícil. Echar la culpa a la química que impone su ley es necio e injusto. ¿Un espacio blog es un pañuelo de lágrimas cuando la comunicación más cercana se frusta? ¿La soledad de esta mesa de madrugada es más soledad cuando la noche se rompe y tu casa se convierte en un refugio necesario e indeseado? ¿El lenguaje críptico que debo usar en este pudoroso espacio no es también una traba a los gritos que salen de mi estómago y se callan al llegar al esófago?

¡Qué difícil es a menudo la vida! El tiempo pasa ipertérrito ante nuestros ojos atónitos. Cuando se yerra una vez más, y el pasar de los días sólo es un inclemente recuerdo de nuestra fragilidad, es imposible hallar respuestas. No hay nada más absurdo que imaginar vidas plenas cuando la tuya está medio vacía. Ni nada más inútil. La envidia es nuestro mayor pecado, un pecado muy mediterráneo, muy nuestro, y yo ya estoy harto de la envidia de hombre civilizado y occidental, cuando debería estar abrumado por el dolor, la desgracia y la opresión que campa a sus anchas por el mundo. Pero hoy estoy inusitadamente solo y envidioso cuando no debía estarlo. ¿Cuando no debía? ¿Quién dicta esa norma, iluso? Cada uno tiene lo que se merece. Que se lo pregunten a los habitantes del tercer mundo. (Sé, no es necesario que me lo recordéis, que la ironía no es precisamente mi mayor virtud).

Esta incontinencia de madrugada, esta verborrea nocturna solía tener lugar antaño ante una hoja en blanco, en la soledad de mi cuarto. Ahora el escenario es una página web igualmente en blanco. Poco ha cambiado, salvo los años que dice mi carné que tengo. Es lo que tiene ser sentimental, que te hace ser víctima cuando casi, casi has sido verdugo. Y esta narración os sonará tan inconexa como baldía. Ni tan siquiera tengo la excusa de que este blog deba servir de receptáculo para mis razonamientos, personales o no. Tampoco sea excusa escuchar a Domenique A y sus atónitos y melancólicos sones. Al fin y al cabo, él también sabe ponerse burro cuando hace falta. Al fin y al cabo puedo decir lo mismo de mí. Ora os cuento una historia sesuda, ora os hablo de mis gustos, ora os vomito una reflexión sin sentido. En definitiva, ¿no es esto un reflejo de mis desavenencias de sentimientos y reflexiones? ¿O no es, quizá, reflejo del deambular de mi existencia? ¿Acaso no es esto un buen lugar para dejar escrito todo lo que puedo llegar a odiar a los espíritus fuertes, aquellos que saben como burlar la adversidad anímica con una cínica sonrisa de victoria?

No hay reflexión más estentórea que ésta. Debería ser el post capital, mi punto de partida de esta categoría. Las palabras salen de este teclado con inusitada facilidad, pero cada vez es mayor el sinsentido. Esta astenia me está matando. Softly, como cantara Dinah. Será, pues, de nuevo hora de aferrarse a tantas y tantas referencias artísticas que tanto y tanto me alejan del mundo real. Y aquí se queda este texto que mañana no tendrá sentido, y que seguro lo tendrá aún menos cuando lo leáis.

Quizá sea sólo una mala noche. Quizá…

Los reyes de la selva eran pareja de hecho

Me enternecen las fotografías que acompañan este post. El cine representa, como ninguna otra disciplina artística, el tejido del que están hechos nuestros sueños, y estas fotos ilustran la enternecedora historia de una pareja de tiernos enamorados para los que, como ninguna otra pareja de la historia del arte, el mundo moderno y la censura fue su perdición. Y no sólo hablo del personaje que creara Burroughs, fascinante ya de por sí, y protagonista de toda una saga de obras magníficas de la literatura, el cómic, el cine e, incluso, el erotismo; sino de la historia de estos actores, de sus vicisitudes y de sus intensas biografías, fruto de un mundo que todavía la guerra no había emponzoñado y que aún vivían en una idílica edad de la inocencia.

La mayoría de mis post los suelo escribir consultando datos, bebiendo de muchas fuentes, pero ahora apenas me he limitado a «mangar» unas fotos de imdb, porque esta hermosa y también triste historia me la sé de memoria. Johnny (nunca John) Weissmuller, hijo de unos inmigrantes polacos, que vivió pronto la muerte de su padre, aprendió a nadar en el lago Michigan y fue seleccionado para la selección local de los YMCA (sí, los Young Men’s Christian Association que cantaran, con mucha sorna, los Willage People), para, después de ser entrenado por Bill Bachrach, convertirse en poco tiempo en recordman mundial y campeón olímpico (sólo una vez, porque en 1932 no le dejaron competir por haber hecho publicidad de bañadores; eran otros tiempo para el olimpismo). Por unas cosas u otras, la Metro Goldwyn Mayer se fijó en su espléndida figura y le ofreció hacer una peli en la que apenas tenía que hablar, y sólo dedicarse a matar bichos en la selva. Maureen O’Sullivan, por su parte, era una niña bien de Irlanda que hizo sus pinitos en Dublín, y que fue descubierta por el cazatalentos Frank Borzage quien, después de invitarla a Los Ángeles y darle pequeños papeles, le ofreció un prota en el que tenía que vestirse con apenas un taparrabos y saltar de liana en liana.


Las circunstancias hasta aquí dejan de tener importancia. Lo que realmente importa es que Johnny y Maureen perdieron su personalidad para convertirse en Tarzán y Jane. Y quizá no haya otros Tarzán y Jane. De Weissmuller puede ponerse en duda su talento como actor, pero no podía haber otro mejor Tarzán allá por 1932 (y si os digo que se barajaron nombre como Clark Gable fliparíais, pero afortunadamente los productores prefirieron a alguien desconocido). Su figura, a pesar de estar apenas tapada con un taparrabos, es imponente. A su lado, los actores, vestidos de cazadores, son alfeñiques que parecen niños. Insisto, no nos sirve su actuación como ejemplo para un método actoral, pero el trabajo gestual, la imponencia de sus músculos en lucha contra todo tipo de maquetas animadas y la planta subido a lomos de un elefante es ya un icono de nuestra cultura. Y no digamos nada de su grito, todo un acierto del ingeniero de sonido Douglas Shearer, quien tomó una llamada normal, la manipuló y la puso al revés, y la convirtió en todo un icono sonoro a escala planetaria.

Pero, ¿qué decir de Maureen? Con sinceridad, me parece una de las actrices más hermosas que haya dado la historia del cine. Dulce, amable, entrañable, brava y sexy, tampoco me puedo imaginar una Jane mejor. Cuando protagonizó la película tenía unos esplendorosos veinte años. Si os parece que exagero, ved, por favor, de nuevo la película, o incluso sólo el comienzo. Maureen está hermosísima, radiante, en la escena que está con su padre, y prepara el terreno para lo que se avecina en el filme. También puede decirse lo mismo de su primera secuela, Tarzán y su pareja; el resto es harina de otro costal. De esta segunda parte, por ejemplo, rescato otra escena en la que Maureen brilla en solitario, cuando, después de haber pasado un buen período de tiempo retozando con Tarzán en la jungla, los recién llegados exploradores le tientan con perfumes, adornos y vestidos vaporosos que Jane no duda en probarse, los cuales le recuerdan la coqueta y hermosa dama de ciudad que un día fue. Insisto, escenas que no tienen desperdicio.

El cualquier caso, ambos protagonizaron una de las historias más hermosas y tórridas que pudieran verse en el cine de la época (y mucho nos tememos que en el cine de cualquier época). Verles haraganear entre lianas y monos, zambullirse en un recóndito y solitario lago, o dejarse mecer por la brisa en una gruesa rama de árbol, ambos con sus hermosas figuras, acentuadas por un blanco y negro recientemente rescatado en unos impolutos DVD (que podéis adquirir, por cierto, por un módico precio, y que conste que no me llevo comisión) es una verdadera delicia para los ojos y los oídos. Pero es que, además, los juegos amorosos y los arrumacos rozan en ocasiones lo «políticamente incorrecto». Maureen está completamente desnuda en algunas escenas, como en la famosa del lago en la que puede perfectamente observarse su vello púbico; y no digo esto por ser un pervertido, por mucho que la visión de la O’Sullivan sea realmente perturbadora, sino porque me parece alucinante que esto pudiera verse en el cine en 1932 o 1934.

Pero mucho me temo que ésta y otras escenas pudieron verse en el cine porque precisamente era esta época. Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial el mundo vivió una etapa histórica fascinante donde la permisividad era bastante más natural de lo que incluso pueda serlo ahora, y no digamos nada en décadas posteriores, donde la censura ahogó y amargó la vida a miles de artistas que tuvieron que esquivar sus garras de manera constante. Y qué decir de la Gran Guerra, que partió en dos las esperanzas de toda una generación, y volvió el mundo mucho más gris de lo que nunca fue, hasta aquella nueva época dorada de la que os hablé en el post de Soñadores, y que se sitúa ya en los felices sesenta. La pareja protagonista de Tarzán y su compañera, en cualquier caso, tuvieron que dejar esa frescura y naturalidad aparcada muy pronto, porque esa censura vio pronto con ojos escrutadores sus correrías y metieron tijera; o mejor dicho sacaron aguja e hilo, puesto que entre las peculiares medidas que adoptaron se incluyó el alargar el tosco y parco vestido de Jane, amén de omitir escenas demasiado «íntimas» en la cabaña, ni por supuesto sensuales baños en lagos privados. Y como era de esperar tampoco vieron con buenos ojos que dos personajes que vivían en plena selva, semidesnudos, pudieran ser los progenitores «naturales» de un niño, por lo que decidieron que el hijo de ambos, Boy, fuese adoptado tras ser encontrado en la selva (del mismo modo que su padre). En definitiva, y como reza este post, los reyes de la selva eran pareja de hecho, y eso de tener niños debían dejarlo para el sacrosanto matrimonio. Ahora, me gustaría saber cómo se lo montaban para que una de esas mañanas, en las que aparecían tan sonrientes en la pantalla, no tuvieran una sorpresita de lo más natural, de las que tardan en venir nueve meses…

Bueno, pues el único personaje de la foto que abre el post que sigue entre nosotros es Chita, nuestro querido chimpancé, uno de los animales más entrañables que ha dado el cine. El bueno de Johnny se nos fue en 1984, después de años de decadente y penoso estado, después de haber hecho veinte filmes como el rey de los monos y creyéndose Tarzán en su demencia. Maureen vivió una larga existencia llena de éxitos cinematográficos, y se nos fue hace muy poco, en 1998, con 87 años de edad, y dejándonos a una hija que ha sido una de las actrices más controvertidas de las últimas décadas, Mia Farrow.

¿Y Chita? Chita vive un tranquilo retiro en Palm Springs, después de haber “protagonizado” doce películas de la saga, con unos espléndidos 74 años y con bastante buena salud, a pesar de la diabetes (podéis ver su página). Le encanta desayunar frutas y tomar refrescos sin azúcar, y muy de vez en cuando una hamburguesita en su burger favorito. En abril de 2001 recibió el diploma Guinness al chimpancé más longevo del mundo, y hace poco ha recibido el premio Calabuch que otorga el Festival de Peñíscola (su estado no le permitió viajar a España, pero le entregaron su premio especial en reconocimiento a sus méritos artísticos en su casa de Los Ángeles). Un premio, por cierto, que ya recibieron otros ilustres vejestorios, como Charles Heston, Bo Dereck o Bud Spencer. Cheeta, como se le conoce en el mundo anglosajón, es realmente un macho, pero su pronunciación hizo que su nombre (y su sexo) se convirtiera en femenino para el mundo hispano. En fin, puede decirse con toda rotundidad que el último mito vivo del cine es… un chimpancé.

Lo único que me preocupa es el mal rollo que da el cuidador, Dan Westfall. Me recuerda al tipo que acompañaba a Henry en Henry, retrato de un asesino. Pero parece que no se llevan mal; al fin y al cabo, este personaje se dedica, a sus 62 años, por completo a cuidarle, a él y a otros ilustres primates del mundo del espectáculo. ¡Hay que ver las cosas en las que trabaja la gente!

En fin, esta es la historia de este trío tan entrañable. Siempre habrá un momento para volver a disfrutar de sus peripecias desde el sofá de tu casa.

[Para terminar, una curiosidad: lo mismo que nunca se dice en Casablanca «Tócala otra vez, Sam», en las pelis de Tarzán tampoco se dice nunca «Yo Tarzán, tu Jane»; lo máximo que llega a repetir el rey de los monos es «yo», «tú», «Tarzán», “comida” o «hambre». Y “ancagua”, por supuesto.]