El miedo y su hermana mayor la ansiedad es propia de los animales. Es la respuesta emocional que prepara al cuerpo ante un peligro inminente, aunque en el caso de la ansiedad ese peligro no se sepa muy bien de dónde viene. El cuerpo se tensa, suda la frente, se entumecen las extremidades, se sienten náuseas, ganas de orinar, necesidad de huir no se sabe muy bien dónde, pánico en definitiva. Sólo cuando se consigue huir, cuando se vuelve a estar a salvo, aunque sea momentáneamente, el cuerpo consigue relajarse, distensarse los músculos.
En las odiseas los protagonistas viven frecuentes momentos de pánico que resuelven con más o menos eficacia. En 300, como los galos de Asterix, no se conoce el miedo, pero en el instante preciso del pánico el héroe siente más lo que ocurre a su alrededor, el suelo que pisa, el aire que le rodea y que mece las hojas, el frío o el calor, el mundo en definitiva.
En Gravity, esa odisea moderna que ha firmado Cuarón, la heroína se ve envuelta en una epopeya homérica muy a su pesar. Todo lo que le ocurre nos quita el aliento. Porque si hay un lugar en el mundo en el que más se puede sentir el pánico es justamente fuera de nuestro mundo, donde no se siguen las mismas leyes, empezando por esa gravedad que nos ata a la Madre Tierra. No hay respiro, literalmente, no hay manera de huir, y como rezaba la publicidad de Alien, el octavo pasajero, «en el espacio nadie puede oír tus gritos». Todo se juega a una carta, la de la vida o la muerte, siempre sabiendo que es mucho, demasiado el camino que queda para volver a casa.
Así que, tras el peligro de muerte, del subidón de adrenalina, después de creer morir por primera vez en su odisea, la doctora Stone (un aplauso para Sandra Bullock) consigue alcanzar la ISS y abrir la escotilla para colarse dentro y esperar a la presurización. Y al igual que el cuerpo inerme de Cristo en La piedad de Miguel Ángel, o ese otro cuerpo inerme que os contara hace ya años obra de Eugene Smith, es ahora la ausencia de gravedad la que acoge el cuerpo exangüe de la heroína y lo mece, en una de las escenas más endiabladamente hermosas que recuerdo en los últimos años en una sala de cine, en una inmensa sala de cine. Con permiso de la Warner:

La música de Steven Price también contribuye a esa atmósfera única que te hace olvidar la ausencia de pañales, los inoportunos impulsos de deshacerse de satélites comprometedores de los rusos o la peculiar alineación de tanta chatarra espacial en el camino de los protagonistas. Qué más da. Me quiero creer todo, me quiero dejar mecer en el espacio ante la visión de nuestro planeta como jamás nunca antes lo había podido ver. No quiero saber cómo rodó el mexicano tanta hermosura, si es o no posible rebotar con esa violencia en una estación espacial o si hace falta acordarse de Wall-E para inventarse una forma de alcanzar la ansiada Tiangong. Prefiero acordarme de Ulises, o de Hércules.
Y si todo falla, qué mejor muerte que flotar en el espacio, viendo la inmensa esfera azul bajo tus pies y el sol brillando en el Ganges, esperando a que, lentamente, el oxígeno se acabe, y el dióxido de carbono cumpla su función adormecedora. Todo, entonces, estará en calma.
Aquellos que ya han visto la película no dejen de sentir de nuevo la experiencia en la página de la Warner.
Y los que no, corran a sus cines, por favor.