Esto que observas es un fósil

Querido lector: este blog que lees no es más que el fósil de un viejo mamut varado en la playa. Un proyecto que nació en octubre de 2005 y que murió en enero de 2014. Ochocientas veintiséis entradas y dos mil doscientos noventa y cuatro comentarios que han sido recuperados de un viejo site que ya no existe, lacoctelera.com, un lugar donde muchos nos iniciamos en el mundo de los blogs y en el que seguimos publicando en mi caso durante ocho largos años, y que ahora es sólo una lágrima bajo la lluvia del recuerdo.

Se ha recuperado todo el contenido original, tal y como fue concebido y en la fecha que se publicó, salvo las imágenes, que pueden conseguirse si fuera necesario del archivo que guardo. Hasta la fecha en que se cerró se contabilizaron 181.059 visitas (páginas vistas), un frío número que sin embargo supuso una constante ilusión para éste que ahora esto escribe.

Salvo un acontecimiento excepcional este blog no va a tener actividad, pero es hermoso que pueda seguir existiendo, aunque sea en un lugar distinto del que fue concebido. Así que asómate a esta ventana al pasado. Y si quieres continuar leyendo lo que depara el presente no dudes en seguir este enlace: lasmanosenlosbolsillos.net.

Como siempre he dicho a mis lectores, gracias por estar ahí. Sin vosotros esto no tuvo ni tiene sentido.

Say hello, wave goodbye

El principio y el fin. Ocho años y cerca de doscientas mil páginas vistas. Amor, muerte, temor, odio, ternura, melancolía y mucha, mucha música y mucho, mucho arte. Polidori ha visto nacer y crecer este sitio, y ahora es necesario que lo vea morir. Ley de vida. Y de muerte.

La Coctelera hace tiempo que está ingobernable. Descuidada, abrupta, exasperante, renqueante, quejosa. Uno más de los proyectos nacidos con ilusión y fuerza, y que el tiempo y supongo que la falta de presupuesto han dejado solitarios y obsoletos. Pero jamás le podemos guardar rencor. Han sido muchas las vivencias (ochocientos veinticinco posts, parece mentira), y sólo queda en la hora de la despedida el agradecimiento más sincero por todos estos años de aventura.

Pero Polidori se muda, cambia de piel, que no de esencia. O sí, eso está por ver. Estrena dominio, CMS, horizonte y visión. El signo de los tiempos. Renovarse o morir. Ahora toca apelar al Fénix y sacudirse las cenizas.

En la cabecera quedará ya para siempre (mientras los amos de La Coctelera lo permitan) ese último cuadro de Friedrich que es, sin embargo, el primero. Y queda consignando el último de lo que fue una costumbre tan vacía o llena como pueda ser una costumbre: Playa en la niebla.

polidori.lacoctelera.net y su predecesor wwww.lacoctelera.com/polidori quedan varados en el cementerio de elefantes, con ese aura de desasosiego propio de los esqueletos plantados en la arena, tan tétricos y a la vez tan imponentes.

Os digo adiós, y os digo hola, en este, espero, vuestro sitio, mi nueva morada, aún balbuciente, aún por terminar, todavía respirando indecisa sus primeras bocanadas: lasmanosenlosbolsillos.net.

Lloremos, si queréis, pero mejor levantar como siempre las copas para brindar otra vez del modo habitual del que ha sido siempre vuestro blog, y os espero en el nuevo, donde sois más que bienvenidos:

¡Por la cándida adolescencia!

Decálogo del aborto

1.- Nadie está «a favor» del aborto. Sólo se pretende que no existan abortos ilegales que pongan en peligro la vida de la mujer. Es decir, sólo se pretende legislar.
2.- La ausencia de educación es el auténtico drama del aborto. Sólo la educación puede salvar vidas: evitando que se llegue al extremo del aborto. Y para educar hace falta invertir.
3.- Usar fotos de fetos troceados como si fuesen hamburguesas no legitima tu opinión al respecto. Con eso sólo consigues el sufrimiento de las mujeres que han padecido un aborto involuntario.
4.- El sexo existe, y siempre existirá. Por ende, el riesgo existe, y sin una educación preventiva seguirán produciéndose embarazos no deseados y contagios de enfermedades de transmisión sexual.
5.- Nadie puede obligar a una mujer a decidir lo que pasa en su cuerpo. Ni antes, ni durante, ni después del acto sexual. Un embarazo es algo que sólo atañe a una persona: a la mujer que lo está, y nadie puede decidir por ella.
6.- Abortar no es un juego, no es una trivialidad. Es algo muy traumático, y por ello deben ponerse todos los medios posibles para que no existan embarazos no deseados. Y en caso de que se produzcan, legislar para que la mujer pueda decidir por sí misma qué hacer hasta un determinado punto consensuado por ley y por expertos en bioética. Asimismo, asegurar un entorno hospitalario que haga lo menos traumático posible el hecho, y velar por su salud en todos los aspectos.
7.- Comparar el aborto con dramas universales como el terrorismo o regímenes como el nazismo es no sólo perverso y peligroso, sino gratuito y profundamente capcioso. Ningún aborto es deliberado, sino fruto de la fatalidad.
8.- Negar el uso de métodos anticonceptivos es negar el componente sensual (es decir, de amor) de una relación. Pretender que las relaciones sexuales sanas sólo se circunscriben al matrimonio y que la sexualidad sólo tiene como fin la procreación es no sólo falso, sino que demuestra desconocer lo que realmente supone la relación de amor entre un hombre y una mujer.
9.- La mujer que se ha quedado embarazada sin desearlo tiene que elegir libremente qué hacer en su situación. Forzarla a decidir con cualquier método, sobre todo cuando no es capaz, por educación, edad o capacidad intelectual, de tomar una decisión por sí misma es una intrusión intolerable en su capacidad de discernir.
10.- La legislación sobre el aborto no puede depender del Gobierno de turno. Debe existir un consenso de toda la sociedad, al completo.

Ausencia

Desde muy pequeños estamos destinados a sobrevivir a las ausencias. Empiezas por aquel cine de barrio, aquel puesto de chuches, ese helado que tanto te gustaba, o ese chiringuito donde tu padre esperaba tomando una cerveza a que fuera la hora de comer. Ese cine, ese puesto, ese helado y ese chiringuito ya no existen. Con mayúsculas. Su lugar lo ocupan otras cosas, una tienda de chinos, una acera vacía, un trozo de playa. Incluso la nada más absoluta.

Así, me sorprendí recordando la oficina donde trabajaba hace varios años, y por donde vi pasar a una treintena larga de personas con las que compartí un espacio no demasiado amplio repleto de libros de consulta, enciclopedias y millares de periódicos y revistas. Lo necesario para hacer una enciclopedia, nada más hermoso y nada más inabarcable. Jugar a ser Diderot o d’Alembert era tan fascinante como lejano ya en el recuerdo. Y sin embargo esas oficinas ya no existen, ya no las ocupan la empresa en la que tanto tiempo estuve trabajando. Y, sobre todo, ya no existe ese cubículo con toda esa carga de saber.

Ignoro si ahora esas oficinas están vacías, o si las ocupan otros trabajadores de otra empresa que se dedique a otras cosas completamente distintas. Da lo mismo. Como cuando alguien a quien quieres se va de tu vida, ya no es más. A veces una mesa junto a una ventana, un póster, un cubilete para bolígrafos está tan presente como una mano, una espalda o un cuello que acariciar. Y llegan de repente a tu memoria sin pedir permiso, sin avisar.

Dicen que es simple melancolía. Yo creo que son bocados que tu memoria, glotona, da a tu alma. Y jamás se sacia.

Penseques

Mi antigua responsable, con esa fofa altivez que dan los cursos de argumentación y persuasión que imparten las escuelas de empresa, se recreaba en intentar demostrar su peculiar sentido de la responsabilidad empresarial y la cadena de mando (rota por ausencia de eslabones en mi caso, y no hay nada peor que un pívot debata con un base sobre a qué altura han de cogerse los rebotes) con un arrastrar acusatorio de la manida frase «el creíque y el penseque son hermanos del tonteque». Y yo siempre me defendí para mis adentros pensando que hay una sórdida cuestión de fondo que otorga a esa frase una dimensión cruel: estamos hablando de confianza o desconfianza, y eso va en contra de mis más primarios principios. Porque quiero creer, quiero pensar que la confianza es la base de nuestra vida y de nuestra relación con los demás; pero esa fe no deja de ser, para almas falaces como ésta, una ocasión más de usar la rijosa frase.

Pero apenas ya me va quedando esperanza de que el género humano, en abstracto y particular, no ya que se convierta, sino que se pueda encaminar a aquél en el que yo CREÍ, aquel que iba a evolucionar, y no involucionar. El otro día por la mañana temprano coincidí con mi vecino y sus hijos pequeños. Tras intentar que vayan cumpliendo con las normas básicas de educación, tan raras de encontrar ya, queriendo que me saludaran al entrar, me dirigí a uno de ellos para decirle que ya era viernes, y que era estupendo que se acercara el fin de semana, pero el pequeño me miró y sólo se dirigió a mí para advertirme que era su santo, a lo que su hermano, un par de años más mayor, añadió que no sólo era el santo de su hermano, sino que también era el día de otro «santo» más.

Me tacharán de exagerado, pero yo fui a un colegio muy confesional en los años setenta y no me sabía el santoral del día. Hasta los periódicos «serios» publican hoy las opiniones de la curia nacional en sus portadas, y ahora están más en boga que nunca por ese fenómeno tan imposible de entender que ha supuesto el libro Cásate y sé sumisa. Pero no hablo de la presencia más o menos tangible de lo religioso en los medios de comunicación, sino de una vuelta atrás, ya me temo que definitiva, a la España de charanga y pandereta, devota de Frascuelo y de María que cantara el poeta, y que yo CREÍ, yo PENSÉ que, a estas alturas de la película estaría en otras cuestiones más, permitidme la licencia, «progresistas». Es evidente que el Gobierno que padecemos, localmente en mi caso, y nacionalmente en el de todos, tiene mucha culpa, pero es algo más profundo, es algo que asusta más que una partida de incompetentes meapilas, algo que es ya demasiado tangible y que no tiene nada que ver con la manera de gestionar la realidad económica de un país, ni de afrontar esa golosa crisis que excusa lo inexcusable y sirve de patente de corso para podar cualquier cosa que tenga tufo a bienestar social y a libre pensamiento.

No es por eso extraño que hayamos pasado de la calva más famosa de la televisión a la caspa más bochornosa en pocos años en lo que a anuncios de Navidad se entiende. Un mensaje, sí, navideño, pero elegante, aséptico, me parece mentira que tenga que resaltar su papel de laico, e incluso emocionante (más con la perspectiva del tiempo en el recuerdo) ha tornado en otro protagonizado por estrellas ajadas de otros tiempos, advenedizos que aún sonroja ver en lides como ésta, viejas glorias del pop nacional a las que no da vergüenza aprovechar el medio que sea para seguir tambaleándose (Marta Sánchez sólo supo rescatarse en aquel hermoso vídeo de Fangoria) y un terrorífico batallón de extras que hacen aún más insostenibles las manifestaciones «tradicionales» del más edulcorado y asombrosamente reaccionario mensaje de «esa» Navidad que creímos olvidada y vuelve ahora con más fuerza.

En fin, toda mi vida he sido, pues, amigo del tonteque, visto lo visto. Afortunadamente mi nueva responsable, que usa también la manida frase, le da una dimensión ciertamente más esperanzadora. Y eso, que es enorme consuelo, me anima a seguir confiando en lo inconfiable. Y a agradecer al demiurgo haber podido sentirme mejor vasallo teniendo mejor señor, más aún siendo señora. Vayamos, pues, a conquistar otras tierras, que las que dejo atrás están ya perdidas de la mano de Zeus.

La piedad antigravitatoria

El miedo y su hermana mayor la ansiedad es propia de los animales. Es la respuesta emocional que prepara al cuerpo ante un peligro inminente, aunque en el caso de la ansiedad ese peligro no se sepa muy bien de dónde viene. El cuerpo se tensa, suda la frente, se entumecen las extremidades, se sienten náuseas, ganas de orinar, necesidad de huir no se sabe muy bien dónde, pánico en definitiva. Sólo cuando se consigue huir, cuando se vuelve a estar a salvo, aunque sea momentáneamente, el cuerpo consigue relajarse, distensarse los músculos.

En las odiseas los protagonistas viven frecuentes momentos de pánico que resuelven con más o menos eficacia. En 300, como los galos de Asterix, no se conoce el miedo, pero en el instante preciso del pánico el héroe siente más lo que ocurre a su alrededor, el suelo que pisa, el aire que le rodea y que mece las hojas, el frío o el calor, el mundo en definitiva.

En Gravity, esa odisea moderna que ha firmado Cuarón, la heroína se ve envuelta en una epopeya homérica muy a su pesar. Todo lo que le ocurre nos quita el aliento. Porque si hay un lugar en el mundo en el que más se puede sentir el pánico es justamente fuera de nuestro mundo, donde no se siguen las mismas leyes, empezando por esa gravedad que nos ata a la Madre Tierra. No hay respiro, literalmente, no hay manera de huir, y como rezaba la publicidad de Alien, el octavo pasajero, «en el espacio nadie puede oír tus gritos». Todo se juega a una carta, la de la vida o la muerte, siempre sabiendo que es mucho, demasiado el camino que queda para volver a casa.

Así que, tras el peligro de muerte, del subidón de adrenalina, después de creer morir por primera vez en su odisea, la doctora Stone (un aplauso para Sandra Bullock) consigue alcanzar la ISS y abrir la escotilla para colarse dentro y esperar a la presurización. Y al igual que el cuerpo inerme de Cristo en La piedad de Miguel Ángel, o ese otro cuerpo inerme que os contara hace ya años obra de Eugene Smith, es ahora la ausencia de gravedad la que acoge el cuerpo exangüe de la heroína y lo mece, en una de las escenas más endiabladamente hermosas que recuerdo en los últimos años en una sala de cine, en una inmensa sala de cine. Con permiso de la Warner:

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La música de Steven Price también contribuye a esa atmósfera única que te hace olvidar la ausencia de pañales, los inoportunos impulsos de deshacerse de satélites comprometedores de los rusos o la peculiar alineación de tanta chatarra espacial en el camino de los protagonistas. Qué más da. Me quiero creer todo, me quiero dejar mecer en el espacio ante la visión de nuestro planeta como jamás nunca antes lo había podido ver. No quiero saber cómo rodó el mexicano tanta hermosura, si es o no posible rebotar con esa violencia en una estación espacial o si hace falta acordarse de Wall-E para inventarse una forma de alcanzar la ansiada Tiangong. Prefiero acordarme de Ulises, o de Hércules.

Y si todo falla, qué mejor muerte que flotar en el espacio, viendo la inmensa esfera azul bajo tus pies y el sol brillando en el Ganges, esperando a que, lentamente, el oxígeno se acabe, y el dióxido de carbono cumpla su función adormecedora. Todo, entonces, estará en calma.


Aquellos que ya han visto la película no dejen de sentir de nuevo la experiencia en la página de la Warner.

Y los que no, corran a sus cines, por favor.

Calabazas en Callao

No soy nada mitómano, como algunos sabrán. Normalmente no me interesa la persona que está detrás de la figura, sólo lo que crea. Sin embargo, hay ocasiones en las que acercarse a tus «ídolos» es de obligado cumplimiento. Ayer era el momento de rendir pleitesía a la recientemente elegida en una encuesta mejor comedia del cine español (según los espectadores de la Seminci), y eso es mucho decir, teniendo en cuenta que hay un señor que se llama Berlanga (el otro ganador, pero esta vez de la crítica) por ahí. Me estoy refiriendo a José Luis Cuerda y su Amanece, que no es poco, película por la que ya sabéis que profeso devoción.

Somos legión los «amanecistas». Y lo somos los madrileños amanecistas, como demostramos ayer llenando el cine Callao hasta el gallinero. No podíamos perdernos la ocasión de ver nuestra tan querida película en una pantalla grande, y a fe que disfrutamos como si no la hubiésemos visto cincuenta veces, aplaudiendo las «mejores jugadas».

El improvisado cineforum que se montó al final fue de lo más divertido. Cuerda tiene ídem para rato (y perdón por lo zafio del chiste), así que nos deleitó con decenas de chascarrillos a propósito de la peli y de su rodaje en tierras albaceteñas. Todo con la excusa de presentar el libro que comparte título y que incluye el guion completo (nos contó que si hubiese rodado todo la cosa se hubiese ido a las cinco horas), así como todo el anecdotario narrado con el estilo socarrón e ilustrado del bueno de José Luis.

Hasta tal punto fue propicio el asunto que nos atrevimos a pedirle que nos firmara el libro, algo que os aseguro que es inaudito en nuestras costumbres. Así, tuvimos que sortear a los caza-autógrafos para plantarnos delante del prohombre. A mí sólo me salió un «gracias por existir». Fijaos qué cosas.

Os dejo alguna foto del evento hecha con el iPad (perdón por el esnobismo). Y os recomiendo, claro, que no os perdáis la lectura de esta joya primorosamente editada por Pepitas de calabaza.

No vaya a ser que esto se convierta en un sindiós…

Recomponiendo la figura

Somos lo que comemos. Y lo que vivimos.

Las desgracias se te agarran como la mala grasa a la cintura. Y sin embargo siempre quieres creer que podrás hacer abdominales de esperanza que rebajen el sobrepeso. Al final la que manda es la circunstancia, el devenir, la suerte, y el uso que sepas o quieras dar a todos esos factores, en conjunto o por separado. Esta semana, por ejemplo, el sol ha brillado en este inusitado comienzo de otoño de manera especialmente brillante. Hay un camino que se abre y reverdece en sus márgenes, y uno lo toma con esas zarzas y esos socavones del pasado en la cabeza, creyendo ver en las inevitables contorsiones aquellos dragones escupe fuegos de antaño. Pero ahora el camino es ancho, inverosímilmente ancho, sin pendientes, sólo quizá un poco brumoso en el horizonte, pero éste se aclara según se va avanzando.

Somos lo que comemos, lo que bebemos. En estos días he escrito mientras escucho aviones pasar por encima de mi cabeza. Atravieso las entrañas de la ciudad dentro de un atasco que apenas sorteo con mi moto hacia mi nuevo trabajo. Y comienzo a relajarme, a dormir sin temor, a no buscar porqués y encontrar dóndes. Ya lo dijo el replicante: es difícil vivir con miedo. El mío ha taladrado mis huesos, pero ahora afloja un tanto, me da tregua, aunque sea leve.

Ya renuncié a explicarme. El dolor es unipersonal. Decía la poeta que ríes con el mundo, pero lloras solo, e intentar explicarlo es tan inútil como esperar mucho de quién no puede dártelo.

El silencio esta vez ha sido inevitable. Y me disculpo por futuros silencios. Empiezo a desperezarme de esta hibernación extraña. Dejadme que me recoloque y recomponga la figura después de los golpes. Un buen caballero sabe cómo levantarse tras la acometida. Primero una rodilla, luego el muslo contrario, la espalda recta, la mirada al frente. Caballero (si es que lo era) taimado me tiró al suelo, pero ahora pulo de nuevo la espada. Y pronto sabréis de mí, como fui antaño.

Pondré velas a los lares, mientras tanto.

September is here again (parte 2)

Escuchar a Antony and the Johnsons, y más en concreto su «Cut the World», ha tenido la culpa. No me quise dar cuenta, pero estamos en mitad de septiembre, en esta mañana tranquila y en calma, y no he podido por menos que sonreír.

En casa hay una sensación de calma hibernal, como en aquel capítulo de Doctor en Alaska cuando los habitantes se iban preparando para el largo y crudo invierno. Y yo ya me estoy relajando. Preparar el cuerpo para los cambios por venir suele desencadenar el descompasar los pasos. Como no formo parte todavía del Ministerio de los Andares Tontos, aunque lleve camino, me ato a la silla desde la que piloto esta peculiar Enterprise en la que se ha convertido mi mesa de ordenador.

De momento os dejo con esta foto, tomada ayer desde mi ventana. La Luna está especialmente hermosa en esta época del año. En este septiembre que vuelve de nuevo, sempiterno, reluciente.

Ahora es fácil aullar a esta luna. Su otra cara nos recuerda que «la noche es oscura, y llena de peligros». Pero ya sabemos que la otra cara es igual, un terreno pedregoso, inhóspito, apto para la soledad que todos llevamos dentro en este mundo artificialmente postmoderno. Ahora que estoy encerrado en la cueva, pintando en las paredes, esperando que se aproxime la caza mientras recolecto suculentas bayas, queda lejos en el recuerdo el acecho, la tensión de la lanza en el antebrazo, la mirada fija en la presa, la ansiedad propia de esos momentos previos a que todo se desencadene.

Así que dejadme que me deleite con estas uvas otoñales, sentirme sátiro y rascarme las patas de cabra. Vosotros lo habéis querido, así que no me busquéis en el valle de los desamparados. Hoy no, no daré ese gusto a quien quiere verme quejoso. Dejadme mirar al futuro. Dicen que se llama esperanza.