Arrancar presuroso camino del centro. El runrún del viaje mezclado con las prisas. Un túnel hendido como cicatriz recién abierta. Y arrancar de nuevo entre holas y qué puntualidad. Sobre un cielo extrañamente abierto de un noviembre flácido, desencantado de ser tan poco noviembre.
Surcar como relámpago negro la meseta manchega camino del sur. Mezclamos la ausencia de la costumbre de viajar con amigos nuevos y el tímido vacío de la incipiente aventura. Bocadillo entre las rodillas y el volante. Las migas jugando a dejar rastros sobre tela vaquera. Y rodar, con hotel inundado por decenas de ejemplares de La Razón sin tenerla. Y casi las prisas para adentrarse en un garito viejo. Un garito grisverdoso. De nostalgia de los ochenta donde pocos poetas tienen voz verdadera en un escenario poco proclive para los poetas. Y sí para los poetastros. Pero aguanta de pie, bebe cerveza, come cortezas de esas que ya no ves, de esas que dejaron hace tanto tiempo su porcina naturaleza para lograr una ranciedad rotunda.
Y risas. Platos recios. Vinos bellos. Copas en barras de gres. Vaivenes en una ciudad fea y distante. No más que un pueblo grande de la periferia de Madrid. Pero es Ciudad, y Madrid es villa. Y es Real, aunque no lo parezca. Y no se aparca. Hemos venido aquí a escuchar poesía. O algo que se le parece.
En eso estamos. Y surge entonces el milagro en forma de personaje. Y se llama Bolo. Y añora aquel Bilbao de antes del Guggenheim. Y re-presenta su libro El sofá de los valientes. Nos emociona. Él se emociona. Lloramos un poco en una pulcra librería. Entre folios de colores pintarrojeados con frases como «Apunta bien. La pistola sufre», «Me estanco. Fumo», «Existir no es otra cosa que estar fuera» o «Para mí nada es general. Odio los militares». Bolo es tierno. Envidiable.
Aprendo a convivir entre líneas con saber que un preadolescente será un próximo Goya. No es predestino, es sucia realidad. Nacer bien, de familia bien, con amigos bien. Quienes saben apretar los resortes. De actores de relumbrón, de guionistas de relumbrón, de fotógrafos de relumbrón. Arrimar al ascua la sardina es de viejo, de siempre. Pero da rabia enfrentarse a ello cuando eres paria. Y honesto. Y modesto. Rabias. Te frustras. Miserias.
Y más poesía. De finalista de premio nacional. Nada menos. Y tú no entiendes nada. Sólo quedan los amigos. El arte marginal. El verdadero arte. Las confidencias. La risa otra vez. El turismo. La risa. La travesura, la chaladura. La ternura. La amistad. Recién estrenada.
Y volver a casa. Volver.