(Foto: Rolling Stone)
A algunos conciertos, como el ofrecido ayer por Dominique A en Madrid, acudes como cuando vas a casa de un amigo al que hace mucho, mucho tiempo que no ves, por esas cosas de la vida, pero por el que sientes un intenso y verdadero afecto.
Cuando se abre la puerta y te lo encuentras sonriente, saludando primero en la distancia que da el esperar bajo el umbral, hay un momento de no saber qué hacer, para acto seguido estrechar un fuerte abrazo, de esos que abrazas también el alma. Pero acabas de llegar, y entonces actuamos como buenos ciudadanos y nos dejamos llevar por las buenas formas, por la buena educación. Así, una conversación distendida, pero algo distante, se establece a base de canciones demasiado frías para iniciar la noche. Pero Dominique lo sabe, y espera.
Espera a que se haya roto el incómodo momento del reencuentro para tomar el micrófono y demostrar por qué tiene fama de buen tipo, arrancándose con ese español arrastrante tan hermoso del francés. Y luego la música, casi sin darnos cuenta, como las buenas conversaciones, va adquiriendo un tono más elevado, tempestuoso casi, justo en ese momento en el que la fraternidad comienza a ganar espacio a la buena educación y nuestro viejo amigo ataca «Immortels». Y todo comienza a tener sentido.
Al poco, el momento de lento in crescendo, donde empiezan poco a poco a aflorar las confidencias, los chascarrillos, la risa, estuvo ayer reflejado en la primorosamente interpretada «Le convoi». Luego todo se vuelve más cálido, más íntimo, más humano. Y Dominique entonces saca lo mejor de sí mismo en el cenit de la reunión, lo que suele acarrear una subida de decibelios y un armonioso y perceptible amor universal que entre los asistentes del público se traduce en un asentimiento colectivo ante la magnificencia del espectáculo sonoro al que se tiene la suerte de asistir.
Pero todo termina, y los bises dan paso a ese fin de fiesta en el que el alcohol hace que lo distendido dé paso al calor confortable que sólo puede sentirse cuando una gran noche está llegando a su fin. Luego nuestro amigo, nuestro querido Dominique, se presenta en toda su plenitud ante nosotros, los viejos amigos, y nos da un fuerte abrazo, de esos que duran más de cinco segundos, en forma de vibrante y balsámico blues.
La salida, más cuando es invierno, siempre es gélida. Es una bofetada al mundo real del que se sobrevive gracias a esos ingredientes que saben dar las noches inolvidables como la de ayer, en compañía de los mejores amigos. En tu compañía, querido Dominique, aunque nos veamos siempre menos de lo que quisiéramos (y ya van cuatro).