Recopilando gilipollez en la tarde del domingo

Si los gilipollas volaran no se vería la luz del Sol. Porque los gilipollas son legión. Hordas, mesnadas. Si por cada capullo (entiéndase la marca de género como genérica, valga la redundancia, pues no cometeré la estupidez de doblar, en cada sustantivo, las desinencias, porque no me da la gana y porque no soy precisamente el tan traído y llevado estos días Ibarretxe) que le pusiera una marca indeleble en la frente para que todo el mundo viera lo gilipollas que es me dieran un par de euros hace ya tiempo que me habría retirado. Pero no, convives con ellos a diario, te cruzas con ellos por la calle, injuriando desde los coches, llevando esa pinta infame o gastándose el dinero que no merecen con la desfachatez que permite la displicencia del nuevo rico criado con una flor en el culo. Te cagas en todo cuando ves el coche que tú usas, cagado por terodáctilos (porque lo que hay en la zona de Príncipe Pío no son pájaros, son terodáctilos) por no poder pagar un garaje; y contento de tener coche, claro, y no poder meterse en un atasco con un coche de cincuenta mil euros como ellos. Te ríes de ellos como ese gran cirujano valenciano que se deja entrevistar en El País dominical diciendo que vio la luz y dejó de coleccionar porsches cuando viajó a África a salvar a negritos de morir gracias a su altruista modo de parecer. Que te den, hijo mío; alguno no tenemos que viajar a Kenya para saber cómo está el mundo; con vivir cerca de la Gran Vía, alejados de la burguesía, podemos tener contacto con el sufrimiento cercano, con las putas y enfermos de SIDA que pululan por las calles de alrededor de los extintos cines Luna. Claro, que no tenemos el altruista gusto de acercarnos a su sufrimiento porque cada uno tenemos lo nuestro, y aunque demos dinero a ONG, no precisamente para acallar y calmar a nuestra conciencia, creemos firmemente que quién tendría que hacerse cargo de ellos son las instituciones del Estado y del ayuntamiento, y dejamos nuestro altruismo de turismo de aventura en cruzar determinadas calles y ver como la escoria envuelve los andrajos de quien se supone la escoria humana, pero no lo es, claro que no lo es.

Cuando vivimos el día a día y nos cabreamos como monas viendo cómo la cesta de la compra, los impuestos, las hipotecas disparan los tantos por cientos de la carestía vital en términos que nos están dejando cada vez más cerca de la línea que separa la clase media baja con la pobreza. Y eso que vivimos en occidente, y ganamos algo más de los famosos mil euros por un trabajo que necesita la calificación de licenciatura. Porque, queridos míos, el cincuenta por ciento que gana mil euros en Madrid malvive en esta sociedad de ricos. Y ni me quiero imaginar los que ganan menos, los que tienen hijos con esos sueldos, los que tienen a alguien enfermo, o tan viejo que no pueda valerse por sí mismo.

Pero, gracias al demiurgo, seguiremos rodeados de buena gente. De esa que va contigo al cine y ve películas tan espléndidas como Mataharis, donde tan bien se retrata la dramática situación de los que no son desplazados, aquellos que luchan por un principio, por un trabajo, por una relación que hace aguas, por vivir en una ciudad hostil, pero fascinante. O de esa buena gente que comparte mantel y vino en tu casa, y se alegra de verte, y que te hace sentir que el paso por esta vida, a pesar de los gilipollas, de las estrecheces, de los sinsabores, merece la pena. Como la sonrisa contagiosa y las primeras ocurrencias sintácticas de mi sobrino. O la espalda amada y el estremecimiento a deshoras.

A veces te gustaría ser Tom Waits, y dejarte empapar de noche tibia, de canallas, humo y pianos que beben en vez de ti. Pero las hipotecas, los trabajos, los atascos, las facturas, los putos hipermercados y el depósito de tu coche te llaman. Y, mientras no lo remedie la lotería, tendrás que seguir aguantando a los gilipollas.

Al fin y al cabo, ¡qué se joda todo el mundo!

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No en mi nombre, o es que no soy hombre

No sé dónde coño se meten las asociaciones feministas, pero sólo puedo decir, ante este anuncio que puebla los andenes de nuestro metro, que hay hombres, o tíos, o de esos que «tienen huevos», como puede verse en el lema de dudoso gusto de la página de esta serie, a los que este tipo de cosas nos parecen denigrantes.

Pues no, queridos y queridas publicistas, este mensaje no puede aplicarse al 100% de los hombres.

Y ya lo sé, ya, más me jode a mí hacerles publicidad.

Noche… ¡y tan en blanco!

Próceres unidos del mundo, al menos del mundo europeo: la cultura, por más que se masifique, no es más cultura por estar subvencionada. El sábado sólo pudimos saber, entre hordas de gente, el auténtico significado de la palabra gratis.

Lo único que salvo: mi querido Edificio España al fin vuelto a su esplendor, aunque fuera por un breve instante…

Cabecera de otoño

Una nueva cabecera de mi amigo Friedrich. Y como somos bichos de costumbres, un recordatorio de la anterior, nada más y nada menos que la Vista desde los acantilados de Rügen, donde escogí al caballero de espaldas observando, con aire desafiante, el corte y el mar al fondo.

¡Ay!, septiembre, el otoño y la nostalgia. Vaya, pues, un vídeo de TuTubo de autor desconocido pero con una gran banda sonora, el viejo Sylvian (al que voy a ver el mes que viene, os recuerdo) recordándonos que «septiembre está de nuevo aquí».

Malos tiempos para la lírica, Copini dixit.

Cuando no éramos civilizados

Por la tarde cené con el Sr. Harris, (autor de varios artículos sobre electricidad) y allí conocí a varias personas muy agradables. El coronel Hamilton Smith, que está escribiendo con Cuvier sobre peces. Los capitanes King y Lockier. El primero mencionó una anécdota en que mostraba cómo en Nueva Gales del Sur civilización y beber licor son cosas sinónimas. Un nativo le pidió un día un poco de ron, que le fue negado; se le ofreció vino y parecía descontento. Tras las objeciones del capitán King y preguntarle qué hacía antes de que los ingleses llegaran, respondió ¡Oh! entonces no eramos civilizados.

Fragmento del Diario de Darwin, mientras se encontraba a bordo del famoso Beagle, que podéis encontrar en este blog, que reproduce, fielmente y de manera bilingüe, paso a paso las evoluciones del científico como si hubiese tenido él mismo un blog. Una delicia, vamos, que se la debemos a Maximiliano Corredor Adámez, autor del proyecto y traductor de los textos.

La Biblioteca de Babel

Siento haber robado el título de este post al gran Borges, pero supongo que esa «biblioteca de bibliotecas» encierra, en sí misma y en su concepto, la esencia de todas las bibliotecas, y me viene como anillo al dedo para explicar lo que quiero explicar, valga la rebuznancia.

Un gran amigo suele decirme que los occidentales estamos demasiado acostumbrados a almacenar cosas, y llenamos estanterías con libros, discos, películas y objetos de todo tipo y condición. Cuando hacemos mudanzas movemos una cantidad ingente de enseres y pequeños bienes que asustarían a cualquier ciudadano de un país del tercer mundo. Y si dicen que tres mudanzas equivalen a un incendio, en esto puedo deciros que soy un verdadero gurú de las mudanzas, porque al margen de todas en las que he participado de mis amigos y familia, llevo en mi barriga la nada desdeñable cantidad de once mudanzas (aunque tres de ellas fueron «de vuelta» al hogar paternal, pero también cuentan como mudanzas, os lo aseguro) en unos trece años. Y en todas ellas he hecho cajas y cajas con, sobre todo, montones de libros, discos y películas, amén de otras cosas.

Seguro que mi amigo tiene razón, pero si hay algo «orgasmante» por encima de todas las cosas (bueno, salvo lo que todos os podéis imaginar) es encontrar ESE pasaje, escuchar ESA vieja canción o volver a ver ESA vieja película. Y sí, ya sé que los formatos están cambiando, todo es más pequeño y recogido, y ahora es muchísimo más cómodo tirar de mp3 y divx, pero siempre miro de reojillo a mi fonoteca y mi videoteca, como un niño en el escaparate de una pastelería.

Pero sobre todo miro de reojillo a mi biblioteca. Bueno, no es precisamente la más grande, ni la más poblada, pero es «nuestra biblioteca», y en ella están todos los libros que poco a poco y pacientemente han ido engrosando este mamotreto literario que ocupa muchas y muchas cajas. Y más ahora, que las aportaciones recientes (no hay nada como unir dos bibliotecas para hacer un «bibliotecón») la han hecho ser más que digna.

Esos volúmenes desparejos, esos lomos multicolor, multiforma, saben a gloria para la vista, para el tacto y para el olfato. Bueno, y para el oído, al pasar sus hojas. Y no me atrevo a lamerlos, pero seguro que en muchos casos el gusto se sentiría también satisfecho.

Recuerdo que mi madre me hablaba de que, en el pueblo de Jaén donde creció (y si conoces un poco de literatura del XX sabrás pronto de cuál se trata), vivió en una casa que había sido alquilada durante una buena temporada al bueno de Machado (Antonio, claro), y en la que llegó a juntar una buena biblioteca. Mi madre no conserva ningún volumen, pero saber que alguna vez entró en el santa santorum de la casa, la habitación donde reposaban los libros que había leído, tocado y olido Machado, me la pone dura, intelectualmente hablando.

Bueno, vaya pues este homenaje a todos esos libros que han pasado y pasan por mis manos, y que mejor que unas fotografías, aunque no sean especialmente buenas, para ilustrar nuestra modesta biblioteca. Ni que decir tiene que este fin de semana de recopilación y recolocación ha sido un verdadero placer.

Aquí una panorámica general.

Aquí el apartado de poesía.

Y, para terminar, los libros de consulta.

Obvio decir que ese infierno llamado Ikea tiene mucho que ver en estas fotos, pero es un mal menor por el que debemos pasar todos los urbanitas, ¿verdad?

Y a modo de postdata, para todos aquellos a los que le asalten la famosa frase «¿y todos esos libros te los has leído?», vaya una ilustrativa cita de Canetti que rubrico con satisfacción y hago mía, por ser tan cierta como que giramos alrededor del Sol:

No me arrepiento de esas orgías de libros. Me siento como en la época de la expansión para Masa y poder. También entonces todo sucedió por aventuras con libros. En Viena, cuando no tenía dinero, gastaba todo lo que no tenía en libros. En Londres, en los peores momentos, conseguía, contra viento y marea, comprar de vez en cuando libros. Nunca he aprendido nada sistemáticamente, como otra gente, sino por excitaciones súbitas. Siempre empezaban con que mi mirada caía sobre algo que tenía que poseer fuera como fuera. El gesto de coger, la alegría de tirar el dinero por la ventana, el transportarlo a casa o al local más próximo, el contemplar, acariciar, hojear, guardarlo durante años, el momento de un nuevo descubrimiento cuando las cosas se ponían serias -todo esto es parte de un proceso creativo cuyos detalles secretos desconozco. Pero en mi caso nada sucede de otro modo, y por lo tanto tendré que comprar libros hasta el último instante de mi vida, sobre todo cuando sé con seguridad que nunca los leeré.

Creo que es también parte de la rebeldía contra la muerte. Nunca quiero saber qué libros entre esos se quedarán sin leer. Hasta el final no está determinado cuáles van a ser. Tengo libertad de elección, puedo elegir en cualquier momento entre todos los libros a mi alrededor, y por ello tengo en mi mano el curso de la vida.

¿Recuerdas aquel Eurobasket?

Resultaría del todo punto estéril y pueril que yo me dedicara aquí, aprovechando la coyuntura, a hacer una especie de «menosprecio de fútbol y alabanza de basket», como si fuera un moderno Guevara metido a oportunista crítico deportivo, pero es que siempre he tenido claro que, por las razones que sean, que son muchas, el basket, el baloncesto ha sido mi deporte favorito no sólo para practicarlo, sino para verlo en la pequeña pantalla y (mejor aún) en la cancha. Tampoco pretendo aquí ganar adeptos para la causa, y conseguir que los empecinados antideportistas dejen de desgañitarse poniendo verde a cualquier manifestación cultural que tenga que ver con seres humanos, no importa el género, en prendas menores haciendo cualquier actividad competitiva y que necesite un esfuerzo físico, pero hay varios deportes que, desde mi punto de vista, y al margen de prejuicios antiprofesionales muy comprensibles, deben ser ensalzados y elevados a la categoría de (rásgense las vestiduras) «arte», a saber, el atletismo, el rugby, el balonmano y el basket. Hay también deportes, como el tiro con arco o, qué sé yo, el billar que por minoritarios no pueden tener la dimensión que tienen los anteriores, y otros, como el ciclismo, que están heridos de muerte, pero eso es harina de otro costal y no pretendo meterme de lleno en analizarlos en esta breve reflexión. Dicho queda.

El deporte es embrutecedor, zafio y propio de gente con escasa intelectualidad. Bueno, podría parecer eso, pero no siempre ocurre así. Si hay un deporte universitario (al margen del mencionado rugby) por excelencia es el baloncesto, y eso ya es decir mucho. Casi todos los grandes aficionados que conozco al deporte de la canasta son gente de carrera. Y con esto no quiero decir que sea una categoría excluyente, pero sí que tiene mucho que decir en cuanto al concepto de espectáculo deportivo que supone el baloncesto. Como dice un amigo mío, la cosa no deja de ser meter la pelotita por el cestito, pero el devenir brillante de los equipos en la cancha, el estilo y la técnica que atesoran los grandes jugadores, y lo que es capaz de hacer un buen equipo bien coordinado y bien dirigido sólo lo saben aquellos que saben apreciar el baloncesto no sólo como simple manifestación deportiva, sino como el referente cultural que considero que es. Y cuando digo esto recuerdo los partidos en blanco y negro que solía ver cuando era un adolescente. El baloncesto es algo más, y eso es lo que realmente importa. Y para criticar ya tenéis los comentarios…

Pero cuando el colectivo se confunde con la masa, y cuando el equipo lleva unos «colores» que lo identifican con una nación (un estado, ya me entendéis) la cosa se sublima, y aparece el «hinchismo» en toda su extensión. Al fin y al cabo el deporte es también el sustituto del honor patrio que antaño teñía de sangre el campo de batalla. Las indumentaria de los jugadores no deja de ser un remero de los colores que llevaban los grandes ejércitos nacionales en las contiendas. Es por ello lógico que todo un país se vuelque cuando la ocasión lo merece para animar a un combinado nacional, pero debéis entender que a los que solemos seguir el basket se nos queda una cara de decir «ahora sí, ¿verdad?» en contra de los futboleros advenedizos, pero así es la cosa.

Claro, que todo esto carece completamente de importancia cuando lo que tenemos enfrente es un equipo como el de España. Debemos tener claro que lo que estamos viendo es algo histórico. Ojalá no sea así, pero este grupo de jugadores va a ser muy añorado cuando pase el tiempo, y espero que aún nos dé muchas alegrías. Estoy escribiendo esto cuando «sólo» acaban de barrer a la Alemania de Nowitzki en cuartos de final, pues mañana es el partido definitivo que abre las puertas de la gloria merecida, pero por eso quiero romper esta lanza antes de aprovechar la hora de la (esperemos, pues se lo merecen) victoria.

Por ello disfrutemos. Disfrutemos del saber hacer y del desparpajo de unos jugadores de ensueño que se dejan las entrañas en cada partido, pero que encima se divierten (y hacen que nos divirtamos). Es un verdadero placer verles en pista, y aunque el espíritu patrio, salvo para trasnochados fanáticos, es más ya una cosa del azaroso pasado que del inminente futuro sin fronteras (como plural son las nacionalidades es nuestro combinado, mal que pese a algunos), sigue siendo un subidón adrenalínico sentirse el brazo ejecutor (aunque sean otros los que jueguen, pero todos, de alguna forma, estamos
en la pista) de la pérfida Albión, la chobinista Francia o la prepotente Alemania. Se oye el rugir de las tropas ante la batalla, y por ello ese ruido tan hermoso que hace la red al traspasarla el balón nos suena (como el napal del loco aquel) a victoria.

Gracias, pues, Pau, gracias Jorge, y gracias José Manuel, Juan Carlos, Marc, ambos Carlos, Rudy, Felipe, Sergio, Alex y Berni. Y gracias, muchas gracias, Pepu. Gracias porque podremos contar a nuestros nietos que nosotros os vimos jugar.

Y suerte para mañana, y para el domingo.

Una rosa blanca

Hubo un tiempo en el que viví obsesionado por no caer mal a nadie, por ser siempre bien recibido, respetado y querido por todos o casi todos los que me rodeaban. Afortunadamente el tiempo, la experiencia y la cordura me hicieron abandonar esa obsesión, porque mi andar en este mundo ha sido sinónimo de desafortunados y continuos encuentros con la incomprensión hacia la actitudes y aptitudes de los humanos, extremadamente sensibles a la estulticia y la maldad gratuita.

Puede decirse que tengo mis dudas existenciales acerca de qué podemos considerar o no como bondad, qué es ser una persona buena y bondadosa, qué es hacer el bien, pero de una manera u otra, desde un punto de vista más o menos cierto, más o menos abstracto, mi querencia, natural o no, es al bien por una sencilla razón: el mal no me es atractivo.

A pesar de todo ello, soy un hombre, un ser humano, y por ende tengo taladrado en mis tuétanos la maldad y la crueldad propias de los bichos de nuestra especie. Cuando me aprietan, pues no soy asceta ni mártir, salto e incluso ataco, aunque bien es cierto que cuanto más tiempo pasa más retraso el inicio de la virulencia, o al menos lo intento.

Con todo ello, cuento con escasísimos enemigos, o al menos gente que me desprecia o siento hacia mí una animadversión confesa. Al menos que yo conozca, por supuesto, porque otra de las características propias del homo sapiens-sapiens; es la falsedad y la ocultación. No obstante, puedo poder afirmar que, si bien puede haber un buen puñado de personas que prefieren, por ejemplo, no irse conmigo de cañas, sólo hay unos pocos, contados con los dedos de una mano, que se cambiarían de acera al verme pasar, abrigando aviesas intenciones (y curiosamente son todos del género femenino, pero esa es otra historia).

Lo curioso del tema es que yo no albergo el mismo odio en lo más profundo de mi corazón. Dicen que soy demasiado bueno por pensar así. Yo más bien creo que soy demasiado capaz de procesar los motivos por los que me odian y relativizarlos, pensando en que, a buen seguro, esas personas cambiarían de parecer si nos sentáramos a hablar de nuestro problema civilizadamente mientras tomamos un café. De hecho es algo que ya me ha ocurrido en alguna ocasión, y ha resultado ser un éxito. Y más teniendo en cuenta que esas personas han tenido conmigo alguna relación que, cuanto menos, puede calificarse de estrecha amistad o camaradería. Lo cierto es que eso es prácticamente inviable en estos momentos, y no seré yo (ya dejé de pretenderlo, os lo aseguro; ya aprendí) el que exponga el cuello para que se lance sobre él la primera piedra. No, desde luego, hace ya tiempo que sé que eso es tan inútil como el arte. Podré vivir con ello.

El otro día una de esas personas coincidió conmigo en una tienda del barrio. Nuestras miradas apenas se cruzaron, y ambos esbozamos un levísimo «hola» antes de mirar para otro lado. Me vinieron a la cabeza sufrimientos, claros y notorios, del pasado, laceraciones gratuitas de encarnizado enemigo en batalla de alguien que se consideraba mi amigo. Y aún así no pude mirar con desprecio. No me sale. Detesto a los personajes que hieren a conciencia desde los púlpitos y foros catódicos, pero los de carne y hueso, los que conozco bien, no soy capaz de despreciarlos; será porque enredarlos en mi vida de ahora, en el presente, se me antoja tan lejano como el puto Desierto de Sonora. No sé, a lo mejor debería mirármelo. No se puede ser humano siendo tan benevolente. Debería tomar clases de hijoputez.

Sea, pues, entonces. Para ellos, mis enemigos íntimos, aquellos que me quieren ver lejos, traigo a la memoria, como ya hiciera mi querido y malogrado Garmendia, los versos de Martí:

Cultivo una rosa blanca,
En julio como en enero,
Para el amigo sincero
Que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo
Cardo ni oruga cultivo:
Cultivo la rosa blanca

Grandes canciones: «Miss Sarajevo», de The Passengers (en memoria de Luciano Pavarotti)

Mi querido, admirado y no siempre comprendido por el alumnado profesor de literatura medieval, José María Díez Borque, ávido, voraz devorador de anecdotillas con las que nos deleitaba mientras luchaba desaforadamente con un absurdo micrófono transparente (que sonaba menos que su voz cuando hacía uso de él), nos saludó una tarde con un chascarrillo, según el cual decía haber escuchado a un par de señoras, imagino que perladas y «laqueadas», que les gustaban muchos los tres tenores:

-Sí, mujer, José Carreras, Plácido Domingo y Tutto Pavarotti.

Luciano ha muerto. Y si te encuentras a medio camino entre un digno aficionado al bel canto y alguien que detesta a los cantantes de música «seria» que se dedican a hacer bufonadas para ganar dinero, podrás ver en el tenor un tipo afable, admirable y dueño de una voz prodigiosa que, a decir de los entendidos (que dicen entender mucho), ha sido una de las más fascinantes y de mejor timbre de las últimas décadas. Yo no soy ni mucho menos experto, pero reconozco su extraordinario valor bocal. Y no me considero ni mucho menos un anti-tres-tenores sin paliativos, porque supongo que una oportunidad así de forrarte, a pesar del a menudo patético espectáculo, no puede ser desaprovechada tan fácilmente; y si me apuráis un poco, es una buena forma, o una forma como otra cualquiera de acercar eso que llaman «música culta» a quien no lo es, o es culto de otro modo. En fin, que en definitiva, Pavarotti me parecía un buen tipo, y siempre es una lástima que un buen tipo se atreva a dejarnos algo más solos para irse al otro barrio.

De algo sé más, aunque tampoco mucho, no os creáis: de «música moderna». Sobre todo de la que se confunde con mis impulsos vitales. Corría el año del señor de 1995, y los irlandeses U2 atravesaban, desde mi punto de vista, el momento más dulce de su carrera, después de haber publicado Achtung baby y Zooropa, justo antes de perderse irremisiblemente para la ciencia y de haber perdido por completo la inspiración. Era tal la «U2manía» que no había película que no incluyera una canción suya o no había un momento del día en el que no pudieras ver un vídeo suyo en la tele (hubo una época anterior al youtube, os lo prometo).

Por esa época era ya famosísima la amistad que unía al grupo con Pavarotti, sobre todo al histriónico y ególatra (pero buen cantante, eso no me lo puede discutir nadie) Bono con el de Módena. Bien, pues en ese año unos alternativos «U Two» decidieron reinventarse a sí mismos en un grupo nuevo llamado Passengers (en el que incluyeron, puesto por el ayuntamiento en los conciertos y apariciones en vivo, al propio Brian Eno, mítico productor de todo el tinglado y ocasional teclista para la ocasión), con el que editaron un único disco titulado «Original soundtrack 1» y en el que, además de varios cortes inclasificables, se incluía la canción de la que hoy os hablo, «Miss Sarajevo».

Único single del álbum, fue compuesta por Bono e interpretada por él y Luciano. La historia de la canción narra un hecho ocurrido durante la feroz Guerra de los Balcanes, en la que era común que la población civil muriera por los ataques de serbios, musulmanes y croatas, y por las balas de algún francotirador, apostados en muchos tejados para asesinar, aleatoriamente, a aquel que pasara por delante de su mira. En medio de este caos, algunos resistentes pretendían continuar sus vidas con un mínimo de normalidad, y se les ocurrió organizar un desfile de moda en el que elegir a la reina de la belleza de esa ciudad fantasma que estaba siendo destrozada entre todos. El concurso, como un patético y desesperado lamento,
acabó cuando las escasas participantes desplegaron una pancarta en la que se leía «no dejéis que nos maten». La leyenda urbana cuenta que la joven que resultó ganadora acabó a los pocos días tendida en la calle con un tiro descerrajado en su cabeza, lo que inspiró la canción. No he podido corroborar ese dato, pero la historia ya es de por sí suficientemente alucinante como para necesitar ese epílogo.

Aquí os dejo con el vídeo del tema. Podéis criticar su música, o no, pero no hay nada más emocionante que una canción con una larga historia detrás.

Sirva también como homenaje al tenor italiano, al que podéis ver muy ufano, compartiendo escenario con el grupo. El modo en el que se eleva su voz en medio del crescendo del tema es una de las imágenes sonoras que me llevan acompañando desde hace más de diez años. Espero que también os guste a vosotros, queridos lectores.

Luciano, descansa en paz, y valga el eufemismo.